La inseguridad, violencia y criminalidad, son tres conceptos indivisibles del mismo demonio ancestral de la vulnerabilidad, que históricamente encadenó a nuestra sociedad, alejando las posibilidades de progreso. Esta inseguridad debe entenderse como un concepto amplio, vinculado a las precarias condiciones de vida en las que se abate un alto porcentaje social; insatisfecho por falta de seguridad alimentaria, empleo digno justamente remunerado; salud y educación de calidad; carentes de un hábitat familiar y comunitario que satisfaga las condiciones básicas de sana convivencia y esparcimiento para el desarrollo integral de la persona humana. Esta última es una reivindicación añorada, muy próxima al ideario de la extraordinaria obra “El Mínimum Vital”, bien imaginada por el poeta Alberto Masferrer.

La violencia que compone esa fatal trilogía, es una rémora social que ha estado presente en la deformada herencia cultural machista, agravada comúnmente por el alcoholismo y drogadicción que afecta a un importante porcentaje de la población y con frecuencia se complica por la frustración generada por las precarias condiciones de vida, sobre todo en comunidades empobrecidas donde crece la violencia intrafamiliar en todas sus formas y los feminicidios van en ascenso. Esto pone en evidencia la vulnerabilidad que padecen mujeres, niñez y adultos mayores. Esa misma agresividad y violencia es la que cotidianamente se manifiesta en el espacio vial y del transporte colectivo, en las redes sociales, centros de trabajo, o en cualquier espacio deportivo o de esparcimiento; espacios en los que cualquier “mala mirada” puede desencadenar episodios de agresividad.

En cambio el concepto criminalidad en esta descripción, está referido a la distinción de los grupos de pandillas, el crimen organizado dirigido por bandas que mueven el tráfico humano (migrantes), las redes que administran la prostitución en connivencia con autoridades de seguridad pública; el robo de vehículos y tráfico de partes automotrices, el contrabando en todas sus formas, las redes de corrupción enquistadas en el aparato del estado articuladas con operadores privados; y el narcotráfico y lavado de activos. La criminalidad en sus diferentes formas, además de segar vidas, atrofia sensiblemente la institucionalidad y el desempeño económico del país, su combate absorbe muchos fondos públicos que escasean en áreas sociales.

En esta trilogía de inseguridad, violencia y criminalidad, el régimen de excepción apenas ha contenido de manera temporal y parcial una parte importante del problema; en este caso, la operatividad criminal de las pandillas. Pero hasta la fecha no hay indicios de un abordaje integral que abra el diálogo con la sociedad y la comunidad internacional, debido al carácter transnacional de estos grupos criminales. Mas allá de la coerción que ejerce la fuerza pública, impedir que nuevas generaciones se involucren en esta actividad criminal requerirá un manejo integral que incluya prevención y la reinserción en la sociedad de quienes hoy son sancionados. Por lo tanto, cabe preguntarse: ¿es posible resolver de manera sostenible las causas que generan la criminalidad de las pandillas sin implementar políticas públicas y estrategias encaminadas a enfrentar la raíz económica, social y transnacional de este fenómeno?

A estas alturas, eliminada la operatividad de las pandillas, es alevosa la prolongación injustificada del régimen de excepción, y la escandalosa carrera armamentista por apertrechar con transportadores blindados resistentes a campos minados, sofisticados medios aéreos, miles de modernos fusiles de asalto; sobre todo porque generan graves violaciones a Derechos Humanos por las torturas, asesinatos, y vejaciones en centros penitenciarios, reiteradamente documentadas y denunciadas por organismos nacionales e internacionales, expertos en la materia.

El régimen de excepción está muy lejos de resolver el problema estructural de la violencia y criminalidad. El énfasis del Gobierno es convertirlo en un mecanismo represivo de control poblacional y territorial para mantener vigente al enemigo pandillas, justificando así la imagen modelada de un Gobierno protector y benefactor, que ejecuta una guerra prolongada que esencialmente encubre una estrategia de campaña electoral sobre la amenaza del presunto retorno de la violencia de las pandillas, para apuntalar su reelección presidencial. En este escenario, el cerco militar al departamento de Cabañas es la continuidad de un diseño político electoral de operaciones psicológicas para ejercer control territorial, intimidar y desarticular a las organizaciones comunitarias gremiales y sociales, ante el ascenso de la crisis económica y el hambre. Bajo otro enfoque, estas mismas organizaciones serían el mejor aliado para erradicar la inseguridad, violencia y criminalidad desde un genuino camino de desarrollo con justicia social.