La noche del miércoles 25 de abril de 1979, Óscar López y María Elena Salinas acompañaron a Numas Escobar; este iba a tomar el bus, rumbo a su “local”. Venían de la “Tutunichapa”, una de las entonces llamadas “zonas marginales” de la capital salvadoreña. Óscar era secretario general de la Unión de Pobladores de Tugurios, la entrañable UPT; Numas era directivo de la Federación de Trabajadores del Campo. Ambas organizaciones formaban parte del Bloque Popular Revolucionario: el BPR. Esbirros del régimen despótico les cayeron encima, lo que le permitió a María Elena –una adolescente también integrante de la UPT– intentar huir, pero los matones asesinos la acribillaron sin asco. Antes habían detenido y desaparecido a Marciano Meléndez, “Chanito”, otro dirigente campesino; días después capturaron a Facundo Guardado y a Ricardo Mena. La situación no pintaba nada bien; vivíamos tiempos terribles.

En la marcha del martes 1 de mayo de ese año, las consignas más destacadas fueron aquellas que exigían liberar a esos cinco líderes populares; cinco, sí, pues Facundo era secretario general del BPR y Ricardo ocupaba el mismo cargo en las Fuerzas Universitarias Revolucionarias 30 de julio –el FUR 30– que era la organización estudiantil dentro de la casa jesuita de estudios superiores. Cuatro días después, en protesta por lo ocurrido, fueron ocupadas las embajadas de Francia y Costa Rica; también la Catedral metropolitana. El embajador tico y el resto de rehenes que lo acompañaban escaparon pronto y sus captores viajaron a ese país centroamericano en calidad de asilados políticos.

Así se llegó al fatídico martes siguiente: el 8 de mayo. En horas del mediodía, policías nacionales agarraron a balazos –cual si fuera “tiro al blanco”‒ a un grupo de manifestantes que pacíficamente realizaban una “sentada” en apoyo a quienes ocupaban dicho templo. En la calle frente a este, en sus gradas y en el atrio quedaron regados numerosos cadáveres de personas fallecidas en el instante; dentro del mismo murieron otras, desangrándose durante las horas que permaneció instalado el cerco criminal de las fuerzas represivas. En el entierro de las víctimas fatales, el ataque armado oficialista no se hizo esperar; tampoco la respuesta de la seguridad miliciana que acompañaba al cortejo fúnebre.

El viernes 11, seis adolescentes fueron literalmente fusilados en horas de la tarde en la ciudad capital; ese mismo día, militantes del BPR irrumpieron en las instalaciones diplomáticas venezolanas. En adelante, las acciones de calle y represivas junto a los asesinatos y las ocupaciones de iglesias continuaron. El lunes 21, otro embajador –el de Venezuela– se les escurrió a sus captores. Para tratar de sacar a estos de la sede y salvar sus vidas previendo un posible ataque de las fuerzas gubernamentales, pues ya no contaban con el rehén principal como garantía, al día siguiente un nutrido grupo de manifestantes se dirigió a la embajada. Las cosas no salieron como esperaban. La artera y criminal agresión se terminó consumando en los alrededores de la misma, después de haber sido desalojada, contra sus ocupantes y la caravana que acudió en su auxilio.

No habían transcurrido siquiera 24 horas cuando el miércoles 23 fue masacrado el exalcalde de la ciudad capital y entonces ministro de Educación, el democristiano Carlos Antonio Herrera Rebollo, quien se dirigía a su trabajo; junto a él también murió en el atentado Fabio Rivas, su chofer. Y el antepenúltimo día del mes falleció en las mismas circunstancias Hugo Wey, encargado de negocios de la Suiza “democrática, neutral y humanitaria”; así describió él a su patria el 15 de enero de 1979. A su criterio, sus paisanos en El Salvador parecían sentirse más seguros que las personas de otras nacionalidades. “Creo que estamos adormecidos en un sentido de seguridad muy ilusorio”, agregó.

Esta última frase me ha impactado. ¿Por qué? Pues porque describe la situación en que se encuentra mucha gente hoy en El Salvador. La sensación de seguridad de esta, basada en el daño causado al prójimo inocente víctima de graves violaciones de derechos humanos en el marco del régimen de excepción sin que la sociedad se conmueva, no es sano para los destinos de esta. Reaccionar hasta que a mí, a mi familiar, a mi amigo o a otro ser apreciado por sus cualidades -cuya honestidad me consta- es demasiado peligroso. La historia nacional da cuenta de alzamientos violentos por parte de una población desesperada, debido a su alarmante situación, y hasta de una guerra por el cierre de espacios para la participación política. Por ello, no hay que jugar con fuego...