Los hechos, igual que le ocurrió a mucha gente, me impactaron. Una niña, de apenas nueve años, había fallecido en la costa salvadoreña. Luego se fueron conociendo detalles de la atroz agonía y muerte de Katya Natalia Miranda Jiménez, acaecida en la madrugada del 4 de abril de 1999. Iniciaba el Domingo de Resurrección. Se supo, entre otros pormenores, que fue violada y que la arena encontrada en sus pulmones tenía que ver con la terrible forma en que la martirizaron: hundiendo su rostro en la playa, fuera del rancho adonde vacacionaba con su familia. Movieron su cadáver del lugar adonde abusaron de ella y le quitaron la vida; a eso se sumaron otros burdos actos que contaminaron aún más la escena del crimen pese a que -entre la casi docena de personas que estaban en el lugar- destacaba la presencia de Godofredo Miranda, entonces subcomisionado de la Policía Nacional Civil, quien fungía como subdirector de la División de Investigación Criminal de la misma.

En esos días, yo ya tenía más de siete años de haber asumido la dirección del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (IDHUCA). Por eso, no era raro que me invitaran con frecuencia a participar en eventos públicos organizados para tratar asuntos relacionados con mi trabajo y la realidad nacional. Recuerdo que al finalizar uno de estos, con notable asistencia policial, me abordó el tío de Katya: precisamente el subcomisionado Miranda. Sin conocernos antes, de la nada empezó a contarme sobre el caso de su sobrina y a darme explicaciones no pedidas acerca del mismo; entre otras cosas, se refirió a una supuesta mala relación de la madre de la víctima con su familia política.

Tras ese brevísimo encuentro, inesperado para mí y seguramente calculado por él, no tardó mucho Hilda María Jiménez Molina -mamá de Katya- en llegar al IDHUCA para solicitar nuestro acompañamiento y apoyo en la lucha que apenas comenzaba. Eso pasó hace casi 24 años. Y desde entonces, hasta la fecha, seguimos batallando por derrotar la impunidad en uno de los casos más emblemáticos en el marco de lo ocurrido en nuestra sufrida tierra durante una posguerra sumamente violenta.

Haber vivido en carne propia altos riesgos por esa causa desde antes de que iniciara el conflicto armado, durante el mismo y después de este -sumándole dos expulsiones de México por meterme en “asuntos internos”, más un atentado frustrado y otras amenazas- la mía resulta ser una experiencia existencial que ya sobrepasa el medio siglo neceando en el esfuerzo por lograr que algún día El Salvador sea un país por lo “menos querible, besable, amable...”, como cantó Silvio. Así las cosas, con algún conocimiento de causa y cierto asomo de solvencia, me permito opinar sobre lo ocurrido en este durante más de tres décadas tras el “adiós a las armas” pactado por aquellos ejércitos: el gubernamental y el guerrillero. También sobre lo que está ocurriendo y lo que puede ocurrir.

El proceso de pacificación diseñado para nuestra patria en Ginebra el 4 de agosto de 1990, fue malogrado con el fortalecimiento de la impunidad al aprobarse una amnistía aberrante en favor de los principales responsables de graves violaciones de derechos humanos, delitos contra la humanidad y crímenes de guerra que se perpetraron durante las décadas de 1970 y 1980. A eso hay que sumarle la terca apuesta por mantener a la Fuerza Armada como la garante de nuestra “seguridad” -“el ejército vivirá mientras viva la república”, repiten siempre- y la “puñalada trapera” que le metieron al Foro para la Concentración Económica y Social. Todo eso ocurrió en 1993. De ahí en adelante, El Salvador se jodió. Por eso, antes de que acabara el siglo veinte, la brutal muerte de Katya se convirtió en encarnación trágica de una paz ultrajada e inmolada sin haber cumplido diez años.

Y las perspectivas para enderezar el rumbo del país, hoy –más que nunca– son sumamente endebles y desalentadoras si logramos ver la luna y no solo el dedo que nos la señala. Seguro sonará a “herejía” y molestará ciertos oídos, pero tanto nuestra experiencia como la de otros pueblos nos muestran lecciones de las cuales deberíamos aprender acerca de una “paz” muy mal cimentada como la actual, por estar asentada sobre la filosa y peligrosa punta de las bayonetas. Si se mantienen la exclusión y la desigualdad, la corrupción y la impunidad, el odio y la perversidad, la mentira y la banalidad, el fanatismo y la insolidaridad, este país seguirá siendo violento y la muerte de Katya permanecerá como denuncia dolorosa y doliente de un Estado fallido y una sociedad burlada.