El lapso comprendido entre el 2 de diciembre de 1931 y el 8 de mayo de 1944 constituye el tramo decisivo de la historia nacional que permitió el afianzamiento, hasta el día de hoy, del autoritarismo en nuestro país.

Los 13 años de esa administración pública en algunos casos han sido analizados con cierta deficiencia, sobre todo porque se omiten consideraciones estructurales y se reducen las dinámicas políticas al quehacer de unos pocos actores, incluso al discurrir de un par de individuos ‘iluminados’. Y los procesos sociales son entramados complejos donde acontecen dinámicas moleculares.

Maximiliano Hernández Martínez o Hernández Martínez o, de manera más simple, Martínez, es la única figura presidencial que en los últimos 90 años de vida institucional logró reelegirse de forma consecutiva. Y de no ser porque un segmento de la juventud universitaria (donde la presencia de Fabio Castillo y Raúl Castellanos fue relevante), una parte de la oficialidad progresista del Ejército (René Glower Valdivieso, Mariano Castro Morán, son algunos de ellos) y un pequeño tejido ciudadano variopinto donde pueden inscribirse nombres como el del médico Arturo Romero y el del propietario cafetalero Agustín Alfaro Morán, quizá Martínez habría llegado intacto hasta inicios de la década de 1960.

Martínez cayó porque el dispositivo de control social en que se sustentó su larga permanencia en la presidencia se fue drenando con el correr del tiempo y, en paralelo, las exigencias del desarrollo material que propugnaban un reacomodo político o un proceso, como antes se decía, de modernización, implicaban algunos giros en el modelo productivo. Sin duda que fue decisivo el factor interno que se expresó con toda amplitud en las jornadas cívicas de abril (levantamiento de oficiales del Ejército en connivencia con una importante red civil) y de mayo (huelga general de brazos caídos), pero sin el escenario internacional de aquel momento, hubiera sido difícil articular aquella avalancha político-social que descuadró a Martínez y a los coroneles y generales que lo respaldaban.

Después de la brutal represión de 1932, sobre todo en el occidente del país, y que implicó el asesinato de miles de campesinos e indígenas y además la cooptación, la neutralización o la persecución selectiva de desafectos peligrosos por sus vínculos sociales, pues parecía que se abría una larga senda sin opositores. Inconformes sí, más o menos tolerados, pero compañeros de viaje dentro de la nave autoritaria, aunque en calidad de súbditos o de borregos. Sin embargo, al rompecabezas de Martínez le faltaban algunas piezas. Como la ‘amenaza comunista’ desde febrero de 1932 se eclipsó por el aniquilamiento del vector político que la encarnaba, esto es, el Partido Comunista de El Salvador (PCS), la represión y el estrangulamiento de las libertades públicas dejó algunos flancos donde aún se podía deliberar, rumiar perspectivas y hasta emprender tímidas tentativas. Y ese es el caso de la universidad estatal. Tanto entre estudiantes como entre algunos profesores universitarios.

La Asociación General de Estudiantes Salvadoreños, a pesar de todo el descalabro organizativo después de 1932, se mantuvo viva y activa. La publicación de la revista ‘AGEUS’, por ejemplo, que es de la segunda mitad de la década de 1930, constituye un ejemplo indubitable. O la discusión de la reforma universitaria, a mediados de la misma década, y que atrajo a diversas personalidades. del momento como Napoleón Viera Altamirano, Miguel Ángel Espino, Manuel Barba Salinas, el nicaragüense Sofonías Salvatierra, entre otros. Incluso debería contabilizarse, como desafío opositor la expulsión de la universidad de algunos estudiantes (Julio Fausto Fernández, entre ellos). O el bloqueo para graduarse como abogado que se intentó hacer contra uno de los mejores estudiantes que ha tenido la Universidad, como es el caso de Alejandro Dagoberto Marroquín, quien por órdenes extraacadémicas fue reprobado en la presentación de su tesis en su primer intento de graduarse en 1937.

La petición de nulidad del Reglamento Electoral ante la Corte Suprema de Justicia (a esas alturas, ‘la Corte de Martínez”) por parte de 236 ciudadanos (¡ninguna mujer!, porque es hasta la Constitución de 1950 que las mujeres son consideradas como ciudadanas de plenos derechos), en octubre de 1939 y rechazado un mes después, podría decirse que es un momento en el que ya es posible visualizar un nódulo significativo de disensión política ciudadana.

Al revisar con cuidado los nombres de dicha petición no dejan de llamar la atención la presencia de Daniel Castaneda y de Virgilio Guerra (años después, integrantes del comité central del reconstruido PCS). También en esta petición a la Corte hay algunos periodistas que para mayo 1944–abril 1945 estarán en la primera línea de la defensa de las libertades públicas, como Alberto Quinteros y, sobre todo, José Francisco Ulloa. Los apellidos ‘cafetaleros’, también firmantes, Alfaro Morán, Daglio, Belismelis y Mc Entee, ya perfilan que entre los sectores conservadores han echado raíces las ideas del recambio del régimen político.