Daniel Ortega, el responsable del hundimiento de Nicaragua, ha dado otro zarpazo más: ha engullido al Instituto Centroamericano de Administración de Empresas, INCAE. Lo ha sacado del juego y, al perpetrar su confiscación, se ha quedado con las 95.31 manzanas de tierra y las edificaciones administrativas y de alojamiento que comporta.

Este es parte del camino para ningún lado que el régimen nicaragüense sigue y, que su jefe y guía, como poseso, materializa. Se trata de hechos no sangrientos, pero que sí provocan profundas heridas a una sociedad que en las actuales circunstancias vive una de sus horas más tristes. Es claro que se trata de un plan meditado para lograr la asfixia nacional. Está mostrando hasta dónde puede llegar, es decir, puede hacer lo que se le antoje.

En este momento, la carpa de impunidad para Daniel Ortega y su cohorte no parece tener límites. Asesinó a un poco más de 300 personas en abril de 2018, encarceló desde esa fecha a miles más, vació las cárceles con los presos políticos y los expulsó y les quitó la nacionalidad y les confiscó sus bienes. Desde hace cinco años, el flujo migratorio hacia otros países se ha disparado. Tiene encarcelado al obispo Álvarez de Matagalpa, confiscó La Prensa, confiscó las propiedades de Piero Coen Ubilla, confiscó la UCA, confiscó INCAE. ¿Qué sigue?

La estrategia de terror que anima Ortega y que sus adláteres ejecutan tiene al menos dos propósitos.

El primer propósito es garantizar la parálisis política de toda disensión, y eso lo está logrando, porque las personas siguen su día a día de espaldas a cualquier consideración crítica sobre la situación. Puede dormir tranquilo Daniel Ortega mañana y pasado mañana porque la beligerancia social está domeñada.

El segundo propósito es poner fuera de la cancha política a cualquiera que pueda representar un peligro, por leve que sea. Cero disensiones. Cero reclamos. Esas son los mantras que se recita a sí mismo Daniel Ortega cuando, cada mañana, se ve al espejo del baño y descubre que el tiempo es un jinete invencible que ya le está dando alcance.

Si no se ha entendido, Ortega con esas acciones está hablando claro: no hay diálogo posible, no hay gestos de buena voluntad, no hay pluralismo de ningún tipo, no hay interlocución con nadie, no hay aliados. Quizá ni en su consorte (la Chayo Murillo) ha de confiar, porque en el desvarío autoritario que protagoniza ella quiere ser la ungida. ¿Y los hijos de ambos, que ya están en las estructuras de poder, también ambicionan el cetro? Para desgracia de quienes tienen hambre de poder, el olvido de las experiencias históricas de derrumbes del autoritarismo siempre flota en el aire. ¿Creerá Ortega que es una excepción a la regla?

Lo que está ocurriendo en Nicaragua es un boleto sin regreso. Se trata de un grupo de poder sin aliados, que es lo peor para sostenerse en el tiempo. No tiene ni oposición visible. Y la que está (en el exterior) no tiene coherencia. Lo que viene es más represión. La resistencia también viene. ¡Un estallido social parece razonable imaginar!

Cayó, en El Salvador, Hernández Martínez en 1944 y no lo botaron los ‘comunistas’. Cayó, en Guatemala, Ubico en 1944 y no lo botaron los ‘comunistas’. Cayó, en Nicaragua, Somoza en 1979 y lo botó una fuerza político-militar heterogénea en alianza con un sector del empresariado. ¿Por qué no habrá de caer Ortega?

Perdió las elecciones Trump y no le ganó un ‘comunista’ ni nada que se le parezca. En febrero de 1917 cayó el zar y los bolcheviques (sobre todo Lenin, que estaba en el exilio) fueron los primeros sorprendidos.

El cuadro político actual de Nicaragua ha llegado a un momento en el que ya solo hay un punto de agenda: provocar la caída de Ortega. Y comprender eso quizá contribuya a esclarecer la mente de miles de ciudadanos (de afuera y de adentro) que saben que el curso seguido por Nicaragua es el peor escenario posible. Sin embargo, ‘desear’ que caiga Ortega no resuelve nada. Somoza, en su momento, cayó, porque se articuló una formulación política eficaz.

Ortega prefirió quitarse todo ropaje que sugiera flexibilización y apertura. No, ha dicho como buen bulldozer autoritario, aquí ya no hay paso. Así, la caída de Ortega es el punto de convergencia de amplios sectores de Nicaragua. La inacabable discusión de otras cosas –menudas, no pocas– habría que guardarlas para después. Perderse en el laberinto de puntillosas disquisiciones puede ser fatal para la urgente necesidad de las acciones que la situación hoy demanda. Y, claro, el árbol no dará frutos si no se le zarandea.