Lo que se ha dado en llamar ‘guerra sucia’ en El Salvador ahora es posible fijarla a partir de febrero de 1980 y quizá 1983 o tal vez 1984, donde de manera puntual se fue aniquilando, persona a persona, a quienes se consideraba un enemigo real o latente. Esta línea operativa fue desarrollada desde la Fuerza Armada y otros corredores, paralelos (los escuadrones de la muerte), pero que en algunos casos, tenían a uno y otro lado, a los mismos personajes como cerebros y ejecutores de estos hechos criminales.

De la ‘guerra sucia’ no se ha querido hablar y hasta el día de hoy, hasta personas que de modo colateral fueron afectadas (no por la pérdida de un familiar), porque se fueron (pudieron hacerlo) del país para salvar sus vidas, ahora, que de nuevo ha comenzado a hablarse de esto, siguen marcadas por el pánico, y quisieran que todo aquello quedara sepultado para siempre. Y apelan a cosas nobles como el respeto a la memoria de los muertos, por ejemplo, y se les olvida que hay miles y miles de familias afectadas de manera directa, porque un padre, una madre, unos hijos, unos abuelos fueron aniquilados (y algunos descuartizados), y es por el respeto a la dignidad de todas esas personas que resulta imprescindible hablar con absoluta claridad. Sin ambages ni retórica ni manipulación de ningún tipo.

La Fiscalía, al estar en lo de El Mozote, en lo del caso de los sacerdotes jesuitas y sus dos colaboradoras y ahora en lo de la masacre de El Calabozo (ocurrida en agosto de 1982, en el volcán de San Vicente) ha entrado a un territorio del que no tiene comprensión clara y de la que puede salir trasquilada. Porque este es un asunto de competencia ciudadana, también. De beligerancia ciudadana.

Si lo que se persigue es señalar a figuras específicas para pasar facturas políticas a tal o cual marca política, pues, como se decía antes, se irán en la chicagüita. Hablar de todos esos crímenes de guerra, y faltan muchísimos más, y la mayoría (no todos) fueron abordados por la Comisión de la Verdad, es una cuestión que deberá constituir un ejercicio cívico para la convivencia en democracia. Sería muy irresponsable no retomar ese expediente de la Comisión de la Verdad, para tener, al menos, un punto de partida.

Esto debería llevar, también, a hablar acerca de la guerra con absoluta libertad. Las guerras, por definición, son hechos político-sociales donde la confrontación bélica es una nota constitutiva. Condenar la guerra (esta y cualquier otra) no sirve de mucho. Más bien se trata de estudiar su génesis, apreciar su desenvolvimiento y ponderar su finalización. De este modo, a veces es posible sacar conclusiones para el futuro de los conglomerados humanos.

En El Salvador, la comprensión de este fenómeno llamado guerra está lejos de haber comenzado. La conducta de avestruz de los que fueron los ‘señores de la guerra’ es una de las muestras claras de esto. No solo pasaron de largo por las graves violaciones a los derechos humanos sino que durante tres décadas anduvieron jugando ‘escondelero’ frente a los reclamos de los afectados de la guerra, que no son solo los familiares de los muertos en la guerra, en masacres o por acciones selectivas de represión, sino también los lisiados físicos de la guerra y los miles y miles de personas con traumas psicosociales.

Incluso, por algún momento, hay que imaginarse a los oficiales y soldados del Batallón Atlacatl, aquel diciembre de 1981, cuando ejecutaron esa espantosa liquidación dantesca de personas en El Mozote y sus alrededores, hay que tratar de verlos haciendo aquello y también pensar qué fue de esas personas después. ¿Participaron en otros atropellos de ese tipo? ¿Pidieron la baja? ¿Murieron en combate? ¿Salieron de la guerra ‘locos’? ¿También delinquieron después? Tantas preguntas y tan pocos respuestas.

El país debe sanar sus heridas, y eso no se resuelve solo con llevar al banquillo a los responsables (que hay que hacerlo), es necesario hacer graduales, diversas y complejas acciones de reparación y con un claro sentido de reconciliación nacional. Y esto comporta adoptar decisiones políticas audaces. De gran repercusión, que podrían cambiar, para mejor, los escenarios futuros.

Una de esas decisiones quizá debería ser el apostar por la disolución definitiva de la Fuerza Armada (y del Ejército en particular). El ejército guerrillero, al que también pueden achacársele crímenes de guerra, como lo dejó establecido la Comisión de la Verdad, aunque en menor cuantía, lo que no disminuye su gravedad, esa estructura fue disuelta. Y no volverá.