Se ha convertido en una poderosa arma de destrucción de pueblos y naciones. O quizá siempre lo fue, porque ya Platón y Aristóteles lo habían identificado, individualizado y, sobre todo el último, definido. Será quizá que en estas décadas en las que estamos informados casi en tiempo real y los datos nos vienen de todas partes del mundo, hasta de los rincones más olvidados y escondidos (como el artículo de la Constitución), es que siento yo que la demagogia se ha expandido como una enfermedad en la piel.

Demagogia la de los peronistas, los chavistas, la de Berlusconi. Demagogia la de Putín señalando que liberará a Ucrania de un gobierno neonazi (ja, ja, ja, el burro hablando de orejas), Andrés Manuel López Obrador y sus 4 T, Mel Zelaya y su refundación de Honduras, o Donald Trump y eso de volver a los EE. UU. grande otra vez, como si hubieran dejado de ser la primera potencia mundial en algún momento.

Los demagogos no son personas que tengan algún atributo físico que los haga hermosos, realmente son bastante ordinarios, aunque tratan de verse bien. En cuanto a cultura, tampoco despuntan por tener un bagaje cultural exquisito tal como los literatos o eruditos. Ni tampoco son brillantes en sus decisiones, al contrario, son un tanto arrebatados y siempre piensan a trompicones. O sea, son feos, incultos y algo atarantados, pero hacen el intento de verse y oírse bien.

Tienden a gritar o alzar la voz, abusan del exceso de ademanes y recurren a los sofismos baratos, simples y sencillos. Pero eso sí, tienen cuatro o cinco frases que son pegajosas y las repiten a la saciedad, frase que las rellenan con algunas pocas ideas cortas, no muy extensas, precisas y, todo ello, constituye su propaganda de campaña.

No se salen del guion, se mantienen en esa estrecha trinchera en la que están seguros, de donde lanzan sus rústicos proyectiles. Esas madrigueras mentales y discursivas de las cuales es difícil de sacarlos, y por ello no afrontan un debate de altura, bien cimentado, porque los derrotan.

Una particularidad es que cuando gobiernan y se habla de números, de cifras que demuestran que las cosas van mal, no afrontan esos datos y se escabullen como pastilla de jabón mojada entre las manos. Escurridizos toscos.

En ese orden de ideas, tergiversan los hechos hasta tal punto que mienten de forma descarada inventando situaciones que nunca ocurrieron o analizándolos de forma absurda.

Y es que esa es la marca de fábrica de los demagogos: la interpretación antojadiza del todo, siempre muy conveniente e incluso estructurada dentro de la lógica panfletaria de esas pocas ideas que he mencionado. Interconectadas entre sí, dirigidas hacia un mismo sentido, que constituyen toda su filosofía barata. Ideas simples, sin profundidad, concentradas en frases simpáticas, pegadizas y contagiosas fáciles de repetir para que las masas se las aprendan.

Cuando uno se pone a pensar, pareciera imposible que la lengua fuera tan poderosa para atontar a centenares de miles de personas, pero la historia está llena de ejemplos, y es una efectiva herramienta política. Como política me refiero no a esa fantástica ciencia del conocimiento humano que analiza las sociedades, las intrincadas combinaciones de intereses, los problemas que enfrentan los pueblos, las maneras de solucionarlos, la historia del pensamiento humano con el fin de darle respuestas a esas necesidades, etc., sino como rudo instrumento político partidario para alcanzar el poder.

El demagogo tiene la cabeza llena de ocurrencias y escupe, cada dos que tres, montón de mentiras, engaños, falsedades y, aun cuando son evidentes, la gente les cree, porque las dice de forma simpática, y no solo el pueblo sin estudios, sino también profesionales supuestamente pesantes.

Lo terrible es que en su creencia (bien planificada) de considerarse el único capaz de interpretar verdaderamente las aspiraciones de la población, se adjudica todos los poderes y los sostiene en la mano, y los ejerce con torpeza, pero firmemente y busca eternizarse en el poder.

Para eso le sirve un pequeño ejército de sumisos que se vuelven arlequines del demagogo y también sanguijuelas. Es muy triste, indignante también, pero es la realidad.