Vivimos en un país en el que sus funcionarios en lugar de conmemorar los Acuerdos de Paz se dedican a atacar y desacreditar su valor histórico. Aunque imperfectos e incompletos, esos Acuerdos permitieron poner fin a una guerra que cobró miles de vidas. En lugar de vilipendiarlos, deberíamos aprovechar para reflexionar sobre las tareas pendientes para lograr avanzar en la construcción de una sociedad pacífica.

En este país los funcionarios dan entrevistas en las que inventan conceptos o dicen actualizar algunos, tergiversan el marco legal, todo para justificar claras violaciones a la Constitución, como la reelección presidencial, y consolidar la destrucción de la democracia y el fortalecimiento de un gobierno autoritario.

Vivimos en el país en el que, aunque el principal logro publicitado por el gobierno es la seguridad, los funcionarios, incluyendo el presidente, requieren amplios dispositivos de seguridad para movilizarse en el territorio nacional, incluso para hacer actos de inauguración en comunidades supuestamente bajo el control de las fuerzas de seguridad y libres de violencia; y, todo ello, por supuesto, financiado con recursos públicos.

Por si fuera poco, vivimos en un país en el que la única respuesta del estado al problema estructural de la violencia es la represión, concretada en la implementación de un estado de excepción permanente, una política cuyo margen de error son la vida, la libertad y los derechos de personas inocentes a los que el estado les está cobrando una factura ajena. Pero esos márgenes de error se minimizan, menosprecian y justifican porque lo importante es mantener la percepción de vivir en el país más seguro del mundo y con eso asegurar votos.

En el país en el que vivimos el discurso anticorrupción se anuncia con bombo y platillo, se condena el nepotismo y la corrupción del pasado, pero se tolera, justifica e incluso se defiende a los funcionarios de la administración actual con señalamientos de corrupción. Además, cualquier cuestionamiento o exigencia de rendición de cuentas es tomado como ataque político y puede llegar a convertirse en motivo de persecución o acoso.

Vivimos con propaganda y vocerías gubernamentales que pintan un país perfecto al que la diáspora salvadoreña impacientemente quiere regresar, pero al mismo tiempo cada día 183 personas salvadoreñas son detenidas por las autoridades estadounidenses al intentar migrar a dicho país.

Vivimos en un país donde se considera un logro gubernamental ser la sede de certámenes de belleza internacionales, cuando cada mes 6 mujeres son víctimas de feminicidio y 330 de violencia física y se sigue careciendo de políticas públicas efectivas para garantizar a todas las ciudadanas una vida libre de violencia.

En este país, el sector privado empresarial calla ante el deterioro democrático y la ausencia de políticas públicas, porque parece ser que las libertades se defienden solo cuando eso no implica perder negocios con el gobierno.

Por momentos es muy difícil creer en el país en el que vivimos, y no precisamente por lo que la propaganda gubernamental describe, sino por el contraste y la incongruencia de esa imagen con la realidad que la ciudadanía vive día con día.

Pero a pesar de que ahorita vivimos una completa distopía, sigo manteniendo la esperanza de que aún podemos construir utopías. Sigo deseando, para mí y mis seres queridos la posibilidad de vivir en un país pacífico, democrático y desarrollado. Ansío vivir en un país en el que no se gobierne a partir de publicaciones en redes sociales o propaganda en medios de comunicación, sino en uno en el que se gobierne con políticas públicas con solidez técnica; un país en el que quienes ejercen la función pública lo hagan con transparencia y probidad, respetando el marco legal, la independencia de poderes y el estado de derecho. Construir la utopía de un país que garantice los derechos humanos de su población y que promueve la gobernabilidad democrática y el estado de derecho es posible, pero lograrlo requiere del compromiso y participación de todas y todos.