En El Salvador la seguridad pública, no la ciudadana que es un bien social producto de un proceso, ha sido el “caballito de batalla” electoral en todas las administraciones gubernamentales después del conflicto armado. Y todos los partidos que han estado al frente de estas, en algún momento negociaron con la criminalidad para sacar raja política. Cuando estuvo ARENA lo hizo Francisco Flores, del FMLN fue Mauricio Funes quien arregló con las maras y Nayib Bukele de Nuevas Ideas también. Quién sabe si el resto, pero estos tres fueron los que más “color” se dieron. ¿Cómo se detecta eso? Aparte de las investigaciones periodísticas que descubrieron la segunda y la tercera de esas “treguas”, la reducción drástica y repentina de las muertes violentas intencionales y el incremento de la desaparición de personas son dos buenos indicadores.

Veinte años atrás, Flores proclamó que iniciaba su “batalla frontal” contra esas “bandas criminales”; su mensaje lo finalizó pidiendo apoyo a la población con su denuncia y modificar el marco normativo a la Asamblea Legislativa. El discurso y los gestos de Bukele durante su comparecencia en el Salón Azul parlamentario el recién pasado jueves 1 de junio, me recordaron la imagen de este fallecido expresidente cuando el 23 de julio del 2003 se plantó con su ministro de la Defensa Nacional y su director general policial en una populosa colonia capitalina asediada por la violencia pandilleril para anunciar -al país y al mundo- su “cruzada”.

Y me lo recordó no por la forma sino por el fondo; al compararlo con Flores, Bukele se observó “recargado” –como dicen ahora– pero a final de cuentas el mensaje termina siendo el mismo: “mano dura” contra un “enemigo interno” que solo el “ungido” puede enfrentar y derrotar. Además, la oposición política partidista estorba; por tanto, debe ser neutralizada o eliminada. Se entiende entonces porqué Bukele llamó, este 1 de junio, “traidores” a sus excompañeros. Y al igual que ahora con el mentado “control territorial” y el régimen de excepción convertido en normalidad, hace veinte años no faltaron los aplausos para Flores desde el vecindario regional.

Así, el país nuestro de la posguerra ha transitado entre beligerancias y tranzas. Al romperse esos pactos, que no son entre caballeros, la mortandad tiende a incrementarse. Pasó con el “arenero”, el “efemelenista” y el actual. Cómo ha “recompuesto” las cosas Bukele tras el sangriento y terrorífico último fin de semana de marzo del 2022, aún no se sabe en medio de la tremenda reserva de información y con el funcionamiento de su dispendiosa maquinaria publicitaria que oculta posibles arreglos bajo la mesa. Lo que sí anuncia él con bombo y platillo es la erradicación de las pandillas, aunque su ministro de Justicia y Seguridad haya sostenido hace dos meses que –tras casi 66 500 capturas– aún faltaba encarcelar al 35 % de sus integrantes.

Más allá de sus matonerías y de repetir cuatro veces que El Salvador era “otro país” por la reducción de muertes violentas, al cumplir cuatro años como presidente de la república Bukele solo mencionó otro problema “estructural” y “transversal”: la corrupción. Y pare de contar. Se acabaron entonces los dolores de cabeza para nuestra población. No pesan su situación económica y social, la persecución del ambulantaje sin ofrecer en serio oportunidades para que esa gente pase el día, la encierro de personas inocentes, las muertes dentro de los centros penales, las violaciones al debido proceso legal y a las garantías judiciales, la siempre permanente huida de la gente hacia el norte continental, la podredumbre dentro de su administración y otros males que afectan a nuestras mayorías populares. Todo eso existe en un país que no es el de las “maravillas bukeleanas” sino el de las pesadillas cotidianas.

Por eso, hay que acarrear personas para que vayan a aplaudir al palacio legislativo un espectáculo propio de un Gobierno populista encabezado por un personaje que no tiene nada que envidiarle a Ortega, Maduro y compañía. Que esa función continúe, dependerá de una población que aún no termina de enterrar sus dolores y horrores derivados de la matanza de 1932, de las posteriores guerras sucias y del conflicto bélico finalizado en 1992. Pero eso sí, una población históricamente rebelde a la que habrá que enfrentar. Por ello, sigue agrandando y equipando a la Fuerza Armada; a la par, continúa militarizando una corporación policial cada vez menos civil. Esas son los herramientas para reprimir al que, según parece, a futuro se convertirá en su verdadero “enemigo interno”.