“Todo es igual, nada es mejor: lo mismo un burro que un gran profesor. No hay aplazaos ni escalafón, los inmorales nos han igualao”. Este mensaje es central dentro de “Cambalache”, tango compuesto en 1934 por el irrepetible José Santos Discépolo. Siempre me encantó y, con el paso del tiempo, ese gusto se incrementó al observar el actuar de los gobernantes de mi país durante los más de treinta años transcurridos después de la guerra. Hasta el día de hoy esa fascinación no ha parado de crecer, al ver superadas cada vez más sus chabacanadas. “¡El que no llora no mama y el que no roba es un gil!”, agregó el artista. “Gil”, según el Diccionario de americanismos de la Asociación de Academias de la Lengua Española, es “una persona muy tonta”; en otro –el latinoamericano del mismo idioma– se define además como alguien “zonzo, de pocas luces, apocado”.

¡Ay! Al gran “Discepolín” solo le faltó faltó decir pendejo que ‒también según la Real Academia Española‒ es alguien tonto, estúpido, cobarde o pusilánime. Ciertamente, cada cual con sus particularidades, examinados con esa lupa ninguno de los cinco exmandatarios salvadoreños desde 1989 hasta el 2019 podría ser calificado como un “gil”. Fueron, más bien, un atajo de vivianes. Pero el actual parece que ya los superó al menos en endeudar al país, engatusar a mucha de su gente y atemorizar a otro tanto de esta. Faltará ver, cuando sea liberada y se pueda escudriñar la información correspondiente, si también los dejará atrás en materia de corrupción.

En lo que toca al temor generado entre la población, hay dos situaciones que deben considerarse. El régimen mal llamado de “excepción”, porque desde hace un buen rato ya se convirtió en la regla, es una. Este ha sido utilizado para capturar delincuentes que debieron haber sido llevados ante la justicia desde mucho antes, pues mucha información para ello ya la tenían; no se había hecho en buena medida por los pactos y las treguas que datan desde la administración de Francisco Flores. Pero dicho régimen también ha propiciado -entre otros resultados-‒ la injusta detención de miles de personas que no pertenecían a estructuras criminales, el incremento de delatores u orejas, la denuncia infundada contra enemigos personales o rivales comerciales, el desalojo del ambulantaje y la desconfianza social.

La otra situación tiene que ver con la persecución, el arresto y el enjuiciamiento de personas consideradas potenciales o reales “enemigos políticos”, dirigentes sociales “sospechosos” o “malos ejemplos” de dignidad, coherencia y valentía frente a las arbitrariedades del oficialismo. El caso más reciente relacionado con esto último es el de la separación de un grupo de internos del sistema de salud pública, por haber realizado un paro temporal en solidaridad con un par de colegas destituidas arbitraria y desproporcionadamente en mayo del año en curso.

Mi lectura al respecto es una y no la cambio mientras no me demuestren lo contrario. Esta tiene que ver con una posible privatización de dicho sistema y la intimidación dirigida a quienes pretendan oponerse y salir a la calle a protestar, como ya ocurrió en el pasado. Todo indica que se quieren adelantar cortándole las alas desde ya a la organización del gremio médico en sus diversas expresiones y a su movilización, para que no se repitan las jornadas de lucha conocidas como las “marchas blancas”; estas se realizaron inicialmente en el 2002 y convocaron de forma masiva al más perjudicado con esa nefasta política neoliberal: el pueblo salvadoreño. Con el desarrollo creciente de las “marchas blancas”, se le puso un alto a esa nefasta intención impulsada por el difunto expresidente Flores. De dicha experiencia de hace más de dos décadas hay mucho que aprender, para bien y para mal. Eso los asusta.

Para echarle más leña al fuego mediante el cual se quiere erradicar cualquier intento de resistencia ante esa posible privatización aludida, se han ensañado con un joven médico al presentarlo como un criminal desalmado sin haberse aplicado los protocolos de investigación existentes para establecer si es o no responsable de una mala práctica que, lamentablemente, cobró la vida de una joven tras haberle realizado una cesárea. No tardó nada la Policía Nacional Civil en exhibirlo esposado y etiquetado, sin haber sido oído ni vencido en juicio, como el responsable de dicha muerte. Ahora su misión constitucional de resguardar la paz la tranquilidad, el orden y la seguridad pública respetando los derechos humanos se ve cada vez más lejana; su lugar lo está ocupando el ser –en palabras de su director general– “jueces de la calle” y ahora, quizás, hasta “peritos en los hospitales”. Realmente nuestro país está mal; no goza de buena salud.