Uno de los componentes con los que se yerguen los pilares que representan los fundamentos de las creencias y las diversas religiones, es la misticidad; convicciones presentes e inherentes a la naturaleza humana como la historia nos la ha demostrado. Pero más allá del cariz religioso, la mística es el sentimiento de íntima unión con el absoluto. Que como en un despertar, nos señala e ilumina adónde nace un eco lejano que dice que nada nos pertenece en esta existencia y que lo único constante es el tratar de entender y explicar nuestra realidad en este mundo, desacondicionando muchas veces conceptos arraigados.

Si evocamos a José Ortega y Gasset, connotado filósofo y escritor español, en el contexto del reconocimiento de la mística, nos dice que esta es conciliable con la racionalidad y la interpretación que cada uno le damos a nuestra realidad radical, término al cuál el filósofo hace referencia, como la que no puede negarse y es inminente, no obstante, pueden resultar otras realidades aparte de la radical. De esta manera, sostiene que el mundo no se explica a sí mismo, sino por medio de dichas interpretaciones que yacen en las circunstancias individuales.

Aparecemos en un mundo fragmentado, que intrínsecamente buscamos complementar. La eterna contemplación que no descifra casi nada, que permanentemente se encuentra ocupada en algo, que no se desconecta, sino siempre sintiendo e interpretando lo que surge alrededor.

Por su parte, los griegos, se refieren a la mística como un tipo de experiencia muy difícil de alcanzar en que se llega al grado máximo de unión del alma a lo Sagrado durante la existencia terrenal. Siempre con una connotación de misterio, al tenor de lo que no nos ha sido revelado, pero que intuimos existe.

Partiendo del vínculo con la divinidad, que se encuentra presente en las diferentes religiones y creencias, hace que estas, en su cosmovisión, se entiendan orientadas a confortar o consolar la vida y proceder espiritual de sus creyentes. Más allá de pretender sincretizar la mística de cada corriente y doctrinas religiosas, es reconocer el eje que impulsa la adhesión e identificación con las mismas a gran parte de seres humanos. Algunos podrán nombrar al miedo, necesidad o imposición, cierto es que las razones lindan con lo anterior enunciado, pero también lo es la ya mencionada búsqueda de sentido para así entender mejor el mundo y la realidad.

Más allá de los simbolismos que han existido y que aún existen, cada uno representa la certeza de lo que no se ve, pero se cree pueda ser. Se les ha otorgado, a los símbolos, especiales cometidos, desde protecciones, buena suerte y sin obviar las maldiciones. Toda clase de resultados, según hayan sido gestadas las intenciones de esperanzas, liberadoras o condenatorias que vendrían siendo la manera de interpretar lo justo o injusto.

Más allá de todos aquellos que confiaron y fueron traicionados en su fe, esta incólume su entrega y disposición por ver iluminado su camino, confortados que nadie arrebata la buena disposición ni intención. Que la dualidad del bien y el mal estarán presentes. Que antes de categorizar en maligna o benigna a una máscara africana, a caracoles de lectura de los Yorubas, una cruz de San Benito o el ojo de Fátima, podríamos reflexionar sobre la mística que cada corriente o doctrina impregnó para su identificación.

Después de todo es la intención con la que obramos la que da los resultados tangibles. De igual forma un libro conteniendo parábolas, enseñanzas y profecías, puede ser cargado por manos que azotan, abusan y luego se unen palma con palma al decir oraciones sin sentir remordimientos.

La mística va inherente al ser humano, nos muestra el vínculo profundo e inefable con lo divino, a ver más allá de los condicionamientos.