Se suponía que mi generación debía conocer las invasiones y dictaduras únicamente a través de libros de historias, videos o relatos de quienes las padecieron. Pero no, nos toca vivirlas y sentirlas. Se suponía que con la pandemia del COVID-19 el mundo debía aprender las lecciones para sacar lo mejor de la humanidad. Pero no. Solo dos años después se han sacado las armas. Esas que matan a inocentes y también las otras, las económicas que son capaces de destruir lentamente a través de la pobreza y el hambre.

La invasión de Rusia a Ucrania es abominable, como lo son todas invasiones y conflictos que se han llevado y siguen llevando en diversos lados del mundo. Que por cierto hasta en esos peores momentos no se vive igual, ni entre hombres ni mujeres, ni entre migrantes o no migrantes, ni entre ricos y pobres.

Pero también es abominable el dolor de las familias por las personas desaparecidas o asesinadas en estas tierras que ahora pregonan un libertarismo con tufo a autocracia. De no hacer nada, lo que está sucediendo (ojalá y esté equivocado) se irá agravando en los próximos años. Los ejércitos serán más importantes en el relato que los científicos. Las armas se impondrán a las palabras. Y el odio a la paz. El sálvese quien pueda seguirá siendo la máxima. Y la democracia continuará en cuidados intensivos. Los fascistas y los dictadores están entre nosotros.

Entre más rápido se acepte, quizá sea mejor. Y el gobierno salvadoreño debería de dejar las apariencias que no vienen al caso y que las caretas si todavía las hay que se caigan. Porque si bien es cierto que su silencio es muy sonoro sobre lo que sucede en Ucrania, tampoco pasaría nada que diga abiertamente que lo de poner en riesgo a millones de personas con tal de zacear agendas personalistas, es algo que les agrada. Total, la única política pública ahora es el criptoactivo que sirve a autócratas y corruptos que quieren saltarse las sanciones.

Las tendencias auguran momentos complicados para economías como las nuestras que dependen de su mejor producto de exportación: las personas. Sobre todo, cuando quienes gobiernan no están interesados en resolver los problemas de la población. Los precios pueden continuar aumentando, de todo, pero especialmente de la comida. Y aunque todo está más caro, los ingresos de las personas no se incrementan. Lo que provoca endeudarse más, pero endeudarse también será más caro. Por lo que el hambre y la pobreza seguirán siendo la constante.

Se sigue produciendo y consumiendo como si las fronteras ambientales fueran infinitas. Como si el agua no fuera ya un bien escaso o como si el cambio climático fuera una FakeNews. Pues algunos, con mucho poder, con tal de seguir haciendo negocios están dispuestos a ayudar a talar un árbol, contaminar un río, acabarse una democracia o exterminar a la población.

¿Y entonces? Si esto fuera una novela de ficción, bien podría suceder que luego de la pandemia, vino la invasión, luego los zombis y se acabó todo. Pero si consideramos que la única certeza es la muerte. No hacer nada no es una opción. Aceptar la realidad para cambiarla debería ser una obligación. Los problemas que atraviesa el mundo, nuestro país o nuestra comunidad no serán resueltos por un superhéroe caído de la galaxia. Hoy más nunca hay que sentarnos y dialogar con nuestras familias, compañeros, amigas, vecinos, pero también con quienes pensamos diferente, de cómo gestionar nuestras diferencias, pero también de cómo construir puntos mínimos que nos permitan alejarnos de la barbarie y avanzar en un camino que no es fácil. También hay que cuestionarnos y reconocernos, como seres llenos de contradicciones, capaces de hacer lo peor, pero también lo mejor.

Nuestras generaciones tenemos que dar un paso adelante, mirar el espejo de la realidad y tratar de cambiarla desde donde nos toque, para bien, desde la colectividad, desde la empatía, desde el respeto. Aprendamos que las únicas armas que debemos usar son las de la razón, la del diálogo, la de la sensatez. Que lo que sucede, por lo menos que no nos sea indiferente.