Mi artículo de la semana pasada en Diario El Mundo pretendía llegar a la conciencia de todos aquellos hombres y mujeres de letras que estamos espantados por las atrocidades que Daniel Ortega y Rosario Murillo están cometiendo en la cálida patria de Darío, donde ya ni las academias ni las organizaciones culturales y artísticas se salvan de las arbitrariedades. ¿Es que se puede callar ante semejante bestialidad? ¿No es hora, más bien, de unir nuestras voces en una atronadora denuncia contra los gobiernos alérgicos al disenso, la libertad y la dignidad humana? Como estoy convencido que sí, mi texto era un llamado vehemente a los escritores del mundo a hablar, a gritar, a elevar nuestra enérgica protesta.

Sin embargo, en una postura que puede resultar paradójica, también abusé de la paciencia de mis lectores refiriéndome hace varias semanas, en estas mismas páginas de opinión, al cuidado que debemos tener de emitir juicios condenatorios ante actitudes como la de Salarrué, que en su día prefirió no exponerse a la ira del general Martínez y renunció al ejercicio de la opinión pública en momentos de grave deterioro institucional. Alguien podría preguntarse, con justa razón: ¿en qué quedamos entonces? ¿El escritor, el artista, el intelectual, el académico, debe implicarse —comprometerse— en la defensa de aquellas ideas en las que cree, asegurando que su voz se escuche valiente en la tribuna pública, o de ningún modo está obligado a tomar postura ante los acontecimientos históricos que presencia, aislándose del debate social si lo cree oportuno?

La respuesta a esta interrogante es, a mi juicio, bastante sencilla: el artista no está obligado a otra cosa distinta que hacer bien su arte. Todo lo que ocurra a su alrededor puede moverle a actuar, de acuerdo a sus propias y muy respetables convicciones humanas y ciudadanas, pero ninguna de sus reacciones le servirá para hacer que su arte mejore o empeore. Si la buena escritura es lo que convierte a alguien en escritor, sus datos biográficos nos ayudarán a comprenderle y situarle diacrónicamente, pero jamás para evaluar sus méritos artísticos o dimensionar la calidad de su obra literaria, que debe valerse por sí misma.

Más allá de las posturas políticas que tomó en vida, a Salarrué le admiramos porque su narrativa sigue subyugando nuestra imaginación. De no ser así, hace rato habríamos dejando de leerle. Algunas de las más brillantes páginas de Roque Dalton, en cambio, están teñidas de parcialidad política, y nos deleitamos en ellas porque fueron escritas con indudable talento. De nuevo, es el genio de la literatura el que garantiza la eternidad, no las circunstancias ni los compromisos per sé.

Dicho lo anterior —tan crucial como es pues preserva la libertad profunda de cada individuo—, ¿a qué apelamos entonces cuando en determinadas coyunturas históricas algunos escritores, intelectuales, artistas y académicos llamamos a protestar, denunciar y resistir? ¿Es que sometemos la principal labor de los creadores a una evaluación extraliteraria? No. Rotundamente no. Pero sí nos atrevemos a la interpelación de la conciencia de nuestros colegas frente al abuso, la falacia y la ausencia de escrúpulos. Sí advertimos que en la defensa de la libertad y la democracia el arte tiene una palabra única que decir. Sí afirmamos que algunos de nosotros preferimos el riesgo a la comodidad, la rebeldía a la resignación, el alboroto al silencio. Eso es todo.