Como primeros recuerdos que vienen a mi mente sobre los libros que me despertaron el interés en la lectura, puedo nombrar entre ellos a Esopo y sus fábulas; un regalo que mi mamá me trajo desde una enrarecida Managua no muy distinta a la de hoy en día.

Con ese libro que era de tamaño oficio, de pasta azul brillante e ilustrado con
bosquejos de animales como protagonistas de las fabulas, aprendí o al menos eso conservo a releer para mejor comprensión e interpretación. Pues a primera vista o para el caso, lectura, podemos omitir detalles que nos permitan comprender el mensaje de un texto; así con Esopo y los diálogos entre animales que convergían en determinadas situaciones, dejando al descubierto intencionalidades positivas y negativas que al efecto determinaban consecuencias solo aplicables través de la experiencia humana.

De este libro también recuerdo que abrió la puerta de mi atención sobre la interpretación en las distintas metáforas que hay en la lectura, música, arte y demás. Poco tiempo después, por tarea en el colegio debía leer Mitología Cuscatleca, del doctor Efraín Melara Méndez, una compilación de cuentos de la línea costumbrista salvadoreña.

Una maravilla cada uno de ellos, que encerraban a parte de una riqueza en creencias, tradiciones y fantasía, en varios casos una mentalidad estrecha, pero con inexistente maldad en su actuar, sino dependiente en prejuicios que no permitían la observación en el actuar sin que fuera blanco o negro.

Meses antes aún recordaba los Cuentos de Barro de Salarrué, en especial La Honra, que es un ejemplarizante acercamiento a nuestra cultura machista promocionada de generación en generación; que aunque a estos días bastante se han zanjado la temática, pero aún existen fuertes resabios de ignorancia.

Así mismo, con El Dinero Maldito de Alberto Masferrer, comprendía la tragedia que como sociedad vivíamos en esos días, aunado lo anterior al estallido de una cruenta ofensiva que fuera parte de los años de guerra civil.

En esas fechas por razones de cateo, en casa tuvimos, desgraciadamente, que quemar un libro que alcancé a leer, era “Por los caminos de Chalatenango”, con la salud en la mochila de Francisco Metzi.

Lo vi, entre otros libros convertirse en cenizas, pero todavía recordando las precariedades vividas en la zona norte del país y sentí que aunque se hubieran destruido los libros, por mi parte comprendía a mi corta edad la tragedia en toda la dimensión.

Años después, con Álvaro Menéndez Leal y su Luz Negra, así como con Jean Paul Satre en A puerta cerrada, mi sonrisa adolescente era para el existencialismo. También disfruté leer en 1994 a varios autores salvadoreños en la compilación Antología 3x15 de Gloria Marina Fernández, Rafael Francisco Góchez Fernández, Carlos Cañas Dinarte. Relatos que reflejan muchas realidades sociales, políticas y económicas.

Poco después llegó a mis manos Filosofía para qué de Ignacio Ellacuría, otro peldaño a la reflexión, al análisis y a tener un panorama evitando sesgos o adoctrinamientos.

El acceso a la lectura y el interés hacia ella constituyen un acervo cultural de cada persona, para su formación, su amplitud de criterio y opinión, elementos tan necesarios para una sociedad que aspiramos ser.

Por mi parte solo puedo agradecerle a mi mamá por la libertad que tuve y tengo para poder escoger que leer, procurando evolución y asertividad de interpretación.