Finalicé mi columna anterior afirmando mi independencia y parcialidad. Independencia total, agrego ahora, de cualquier agrupación partidista cuya línea deba seguir a ojos cerrados y sin chistar para hipotecar la convicción y la coherencia que he intentado mantener en mi acompañamiento de aquellas personas que –individual o colectivamente– han sufrido violaciones de sus derechos humanos atribuidas a agentes estatales o particulares con poder y capacidad para ello, sea por acción o por omisión. Tanto esa opción de vida como mi libre actuar me permiten reflexionar, sin ataduras, sobre la realidad de nuestro país y sus mayorías populares; también acerca de algunas de las causas medulares que desde mi perspectiva, luego de décadas de intensa y muy agitada actividad desempeñando mi oficio, nos tienen camino a tocar fondo de nuevo como sociedad.

Podrá sonar sumamente pesimista esto último. Mi respuesta a quienes piensen así es que no soy como aquel que, tras haberlo empujado de la terraza de un edificio de veinte pisos, va en caída libre rumbo al porrazo fatal y al pasar por el décimo exclama: “¡Qué bien!... Todavía no me ha pasado nada”. Encaramado en la independencia y la parcialidad mencionadas, no soy de ese tipo de “optimistas”; más bien, he pretendido ser realista durante treinta años analizando la situación nacional desde la dimensión política de la defensa de los derechos humanos. Eso me permite reprochar, sin pelos en la lengua, el desatinado trayecto por el cual están conduciendo al país. No soy el primero ni seré el último en hacerlo.

Partamos de los dos grandes flagelos que en su conjunto, lamentable e injustamente, han agobiado a buena parte de nuestra población a lo largo de la posguerra: exclusión social, desigualdad y pobreza, por un lado; inseguridad y violencia, por el otro. Al presente, por decirlo con algún disimulo, está claro que su abordaje no es el mejor y que –de seguir así– ambas situaciones empeorarán. Pero dejemos los eufemismos: lo están haciendo de la patada, pésimamente. Y sus consecuencias están siendo y serán terribles de no corregir la ruta, lo que no parece sucederá.

Por ello, más de cincuenta y ocho mil personas salvadoreñas fueron detenidas en la frontera sur estadounidense entre octubre del 2021 y abril del 2022; un promedio mensual de 8286, leventemente superior al del año fiscal anterior en aquel país –de octubre del 2020 a septiembre del 2021– cuando se estableció la cifra récord de compatriotas atrapados en esas condiciones durante ese y los tres períodos similares previos. Así las cosas, o te capturan allá o te capturan acá. ¿Y quienes mueren o desaparecen en la odisea, se quedan en Guatemala o México, logran pasar o se van para otras tierras? Nuestra gente no migra. ¡Huye del país! La llamada “diáspora” guanaca, de la cual alguna parte aplaude al actual régimen, solo lo visita pero no retorna definitivamente.

¿Por qué está como está hoy El Salvador? Pues porque ayer, tras el conflicto bélico finalizado con la firma de varios acuerdos, sus signatarios no se atrevieron a superar la impunidad y prefirieron amnistiarse; porque no le apostaron al crecimiento y el desarrollo cualitativo de una corporación policial con una capacidad investigativa instalada y progresiva, pues prefirieron echar mano de los militares para “combatir” fallidamente la criminalidad; porque no le dieron continuidad al esfuerzo de caminar hacia una sociedad incluyente, equitativa, y desmontaron el foro establecido para ello. Tan desatinadas y desafortunadas decisiones adoptadas en 1993, tienen muchísimo que ver con lo que está aconteciendo.

Y la responsabilidad del partido de “izquierda”, se enoje quien se enoje, es mayor que la de su rival en la guerra y las urnas. Pudo haber presionado nacional e internacionalmente para que lo anterior no sucediera; no lo hizo y se terminó ubicando al fondo, a la derecha. En su visión y acción electorera no le apostó a identificarse con las necesidades, aflicciones y urgencias más sentidas de las mayorías populares para acompañarlas en sus luchas; mejor se dedicó a buscar votos para quedarse, al menos hasta un tercer período, en Casa Presidencial.

En ese afán engendró, amamantó, consintió, maleducó e impulsó a quien aprovechó el “trampolín rojo” para llegar hasta donde está. Por eso siempre dije que la exguerrilla entregó sus armas, según lo acordado; pero, además, entregó un ideario que cautivó y movilizó –hasta sacrificar su vida– a tanto pueblo. ¿Qué le queda a este? ¿Llorar sobre la leche derramada? ¡No! Es hora de comenzar a promover la lucha organizada para defender y hacer valer sus derechos, sin adorar “ídolos con pies de barro”.