La vida política de un conglomerado social no se consume en uno o varios hechos electorales. Olvidar esto, puede llevar a lamentables extravíos. Si se analizan con cuidado las dinámicas electorales de algunos países de Centroamérica —Guatemala, Nicaragua y El Salvador— de los últimos 100 años, es posible establecer algunos parámetros para analizar lo que ahora está ocurriendo.

Centroamérica tuvo que vivir un escenario de guerra generalizada, durante la década de 1980, para poder arribar no sin tropiezos a los prolegómenos de una paz política precaria. Ahora hay quienes dicen que las guerras centroamericanas no debieron ocurrir o, peor, que fueron falsas, pero eso no alcanza a explicar lo que sucedió.

Una guerra es un fenómeno social y se da cuando la política ha encontrado callejones sin salida. Aquí y en Conchinchina. Sin embargo, hay que advertir que los hechos de guerra no comenzaron en Centroamérica en 1980. Ni en 1970. Es en la década de 1960 que las primeras guerrillas iniciaron su implantación, en Guatemala y en Nicaragua, y se plantearon el desafío a los poderes establecidos.

Aunque esto fue así, es necesario acotar dos cosas: la primera, entre 1927 y 1934 tuvo lugar un proceso de guerra de guerrillas contra la intervención norteamericana en Nicaragua; y, dos, en 1954 en Guatemala fue derrocado por acción directa del gobierno norteamericano y sus agencias el gobierno encabezado por Jacobo Árbenz.

Estos dos hechos ilustran, de algún modo, por qué las guerras en Centroamérica en la década de 1980 pudieron implantarse. Además de los detalles particulares de la dinámica política de cada país, troquelados por el autoritarismo y la exclusión social.

Terminadas las guerras en Centroamérica, a mediados de la década de 1990, lo electoral —que había sido banalizado, pervertido y tergiversado por quienes controlaban la situación política y militar— emergió como una herramienta valiosa para atemperar la resolución de conflictos en estos países ‘acostumbrados’ al autoritarismo.

Con la excepción de Costa Rica, lo electoral no estaba normalizado como la forma más práctica de que la ciudadanía se expresara en los asuntos de la conducción del Estado. Porque las elecciones, donde se ratifica que tal o cual segmento partidario tenga ‘x’ caudal de votos, son un procedimiento civilizado para dirimir tensiones.

En ese sentido, puede decirse que en Centroamérica se había, sí, se había (ahora eso está en veremos) avanzado, porque la sombra del fraude descarado desapareció por un tiempo. Aunque sigue presente en la memoria colectiva, por ejemplo, el escandaloso fraude que los militares salvadoreños y sus socios realizaron en febrero de 1972 y que, gracias a ese desacierto, contribuyeron a precipitar al país a un ciclo de violencia que duraría dos décadas. Si se hubiera respetado el resultado alcanzado, la Unión Nacional Opositora (UNO) podría haber realizado un gobierno moderado y quizá también podría haber desactivado esa bomba de tiempo que le estalló en la cara a todos.

La UNO era menos ‘peligrosa’ que su contemporánea chilena, la Unidad Popular, que en 1970 había llevado a la presidencia a Salvador Allende. Pero el paroxismo anticomunista era tal en las filas conservadoras de El Salvador que no pudieron ver que esa coalición, donde la democracia cristiana acaparaba más del 80 por ciento de los votos, era una solución posible para el país.

Pero ahora que en Centroamérica casi se ha cerrado el ciclo de las elecciones sin fraude y se está abriendo el ciclo de las elecciones donde ya no importa el diagnóstico, el programa, la solvencia cívica y mucho menos el imaginario de la democracia es claro que lo electoral adquiere otra connotación.

Las elecciones del 7 de noviembre de 2021 en Nicaragua, sin agrupamientos opositores porque el régimen allí imperante encarceló a medio mundo, dan cuenta de la tendencia que se está imponiendo en la región. Es decir, las elecciones bajo control.

Las elecciones que hace unos días tuvieron lugar en Guatemala, a pesar del esfuerzo de los poderes fácticos por sacar del camino a algunos partidos políticos (y lo lograron), han tenido un resultado inesperado. Insospechado por las encuestas y sorpresivo para los que ya se hacían agua la boca.

Sin embargo, no hay que hacerse muchas ilusiones con una posible nueva primavera política para Guatemala (como la que se abrió en 1944 y se cerró de modo brutal en 1954). El mapa que se ha dibujado muestra, entre otras cosas, el ‘malestar urbano’ frente al modo de conducir el Estado guatemalteco.