En la sala había un televisor, los programas se veían en blanco y negro, en los años setenta del siglo pasado tener una “cajita mágica” era un lujo; no quiere decir que los que lo tuviesen fueran familias adineradas. El piso helado y amplio era un deleite para que los hermanos viesen la televisión juntos, no ocupaban los sillones. Los hermanos se sentaban a disfrutar de esos fabulosos programas, no existía el control remoto, quien llegase primero tenía el mando y todos tenían que ver el mismo programa. Se respiraba la unión familiar.

Eran cuatro hermanos, todos eran felices mientras vivían unidos, compartían el pan en la mesa, las bromas no podían faltar. La tienda les proveía el sustento diario. Se les enseñó que la unión entre la familia hace un mejor hogar; se les enseñó que se debe respetar a Dios y amarse entre hermanos. Los consejos de la madre calaban más que los del padre.

La casa era grande, típica de un pueblo, estaba ubicada en una esquina. Los corredores la hacían elegante y en el patio había árboles frutales. Los años maravillosos se esculpían en ese hogar. La hora de cenar había llegado, la madre con voz fuerte les decía: “Es hora de comer, apaguen el televisor y se lavan las manos”.

Antes de iniciar, la mamá solicitaba que todos se agarrasen las manos y le acompañasen en la oración “Señor, te damos las gracias por los alimentos...”. Cuando crecieron las cosas cambiaron, se casaron y cada quien edificó su propio hogar. Un día les invitaron a los hermanos, junto con sus cónyuges e hijos, a la casa para deleitar una cena, tal como compartían en años anteriores en aquel lejano pueblo. Las querellas iniciaron, las diferencias entre las familias se manifestaron. Un hermano veía de reojo al otro por su ropaje, otro solo hacía alarde de sus viajes y éxitos, entre otras discrepancias.

La madre, antes de empezar a cenar se puso de pie y les dijo “hijos, les hemos enseñado que siempre deben estar unidos, recuerden que acá, en nuestro hogar, todos comían lo mismo, pasamos días de vacas gordas y días de vacas flacas; todos íbamos juntos a la iglesia, les inculcamos valores espirituales, pasábamos horas y horas platicando sobre lo que nos hacía feliz, todos tenían el mismo tipo de dormitorio, compartían los juguetes, se ayudaban a hacer las tareas de la escuela, conversaban, se contaban sus problemas y entre todos los resolvían; sin embargo, actualmente veo diferencias entre ustedes. Po favor, les pido que se respeten, no importa que sus esposos y esposas sean diferentes. Sé que unos tienen mejores casas y viajan, otros no tienen vehículos. Saben, todos son profesionales, pero cada quien labró su propio destino, se les enseñó a no ver a nadie de menos; por favor, les pido que dejen las diferencias y se amen, tal, así como cuando estuvimos unidos. A su padre y yo nos hace felices verlos hermanados y que dejen las diferencias”.

Todos se vieron a los ojos, recapacitaron y dejaron a un lado las diferencias, nada más vieron reflejado en sus hijos que jugaban en el patio, tal como ellos lo hacían en el pasado. Los primos hermanos no sabían lo que era la envidia, el rencor, la codicia y las diferencias materiales que dividen a los seres humanos. Jugaban sin complejos en el amplio patio.

El hermano mayor exhortó “Papá y mamá, especialmente a usted mamá, les damos las gracias por sus consejos y sus sacrificios. Acá estamos todos unidos, la familia ha crecido, la sangre se ha diseminado y ahora les damos las gracias. No se preocupen padres, esta tarde hemos comprendido que la unión familiar es lo más importante. Les pido a todos que nos queramos, estemos unidos y nos amemos, así como ustedes nos enseñaron”.

Desde ese entonces todos fueron más unidos y comprendieron que amarse entre hermanos era algo que les habían enseñado en el hogar. Siempre que podían se reunían y compartían sus experiencias sin diferencia alguna.

Moraleja: Esta historia nos hace reflexionar que nunca olvidaremos los consejos de las madres y no debemos permitir que lo material divida a la familia. Felicidades a las madres por su sabiduría y consejos.