Si existe un terreno intangible y no menos susceptible, es el de los sentimientos y las emociones. En donde se forman enormes montañas florecientes, en las cuales podemos escuchar de vez en cuando el silbido del viento en total plenitud, pero así también por su naturaleza rústica y muchas veces inhóspita, pueden coexistir valles tenebrosos, oscuros pantanos o peligrosos despeñaderos; por lo tanto nos sugiere, luego de cada andar o permanecer en él, hacer constantes demarcaciones para poder seguir transitando en el mismo.

Estas delimitaciones que se convierten en experiencias que llevan un cúmulo de aprendizajes y que más adelante se convertirán en reflejos para cada realidad que se presente, según los condicionamientos primarios de cada persona, con la salvedad, claro es, de buscar crecimientos emocionales y no repetitivas y erradas conductas.

Esa infinidad de reflejos, según nuestra interiorización, la podemos encontrar de cierta manera en las contemplaciones en vidas ajenas y es acá donde esas realidades serán como espectros en eterna contienda que no concilian o no logran adaptar los aprendizajes distintos a los de nosotros.

En mi adolescencia quedé prendada de la novela Corazón Ladino, de la escritora salvadoreña Yolanda C. Martínez, creo que la leí completa cinco o seis veces por lo menos. La novela describe lo difícil que era en aspectos familiares y sociales para una hija de familia en un pueblo de Guatemala a finales de la década de los 60, donde predominaba el machismo y el racismo silenciosamente.

A través de la mirada y el sentir de Leonor Palacios, la protagonista, logramos descubrir a una mujer valiente ante el contexto señalado. Por los designios entrelazados del destino, aquellos que comienzan de un color y finalizan de otro, un proyecto de investigación a pueblos indígenas, sería el motivo por el cuál llega un grupo de arqueólogos norteamericanos, entre ellos el doctor Andrew Hess, que luego de un breve noviazgo contraería matrimonio con Leonor, decisión tomada desde la desesperación y la falta de claridad en los sentimientos; tal vez una puerta de escape a una relación familiar que la asfixiaba.

Consecuentemente, para Leonor, el matrimonio no resultó como tal y lo que pudiera haber sido un amor romántico o que se le pareciera no existió, puesto que el doctor Hess se había casado con ella por ego profesional y significaba ella, siendo mestiza, un trofeo de su última investigación en el país centroamericano. Esta situación vendría a quebrantar aún más el espíritu de la joven. Luego de meses de suplicio, decidió atentar contra su vida, fallidamente.

Este acontecimiento dio paso a una recuperación y posterior introspección con apoyo médico y espiritual para la casi desahuciada esposa trofeo. Abriéndose la oportunidad de un nuevo comienzo en su vida, buscando con sus propios medios la realización personal y lográndolo. Es así como después de una época sombría se produjo un encuentro y conexión con ella misma, liberando fantasmas de miedo y sumisión. En el párrafo último de la novela, nos cuenta que una tarde cualquiera se encuentra a Andrew Hess caminando por la calle, que se muestra arrepentido y cómo un niño le pide que se vuelvan a ver el siguiente día en una iglesia cercana, quedando en la incógnita si llegó o no.

Con el paso de los años, siempre he imaginado el final a esta novela. Me hubiera gustado que Leonor no acudiera a la cita, no por resentimiento, dolor, ni venganza, sino con la convicción que ya existía una delimitación en ese terreno, borrando con ayuda de todo el amor propio y desde la libertad cualquier camino que podría conducirla por esos linderos. La imaginaba sonriente, dueña de sus emociones, comprendiendo que el amor ya está en nosotras, desde el inicio se nos ha dado, que vibra con cada latido de nuestro corazón, recordándonos que sobrevivimos y continuamos.