Quienes se dedican a recolectar caña de azúcar en El Salvador reciben un salario mensual de 272 dólares y las personas que cortan café ganan 243; igual suma se les entrega a las que desarrollan su labor en los sectores agropecuario y pesquero, así como en otras actividades agrícolas. Si lo hacen en los del comercio, servicios, industria, en ingenios azucareros y en otras actividades de agroindustria les entregarán cada mes 365; en la maquila textil y de confección se reduce a 359. Y si trabajan en un beneficio de café la cantidad es bastante menor: 272, similar al corte de caña. Con esos montos una familia de cuatro miembros debe hacer milagros para solventar gastos en alimentación, salud, educación, transporte y demás condiciones básicas de sobrevivencia. Pero como los milagros no los hacemos los mortales, lo que más bien hace la gente son sacrificios.

La canasta básica alimentaria es, según la Oficina Nacional de Estadística y Censos del Banco Central de Reserva, “el requerimiento mínimo calórico” necesario para que una persona desarrolle un trabajo. A una familia urbana salvadoreña de cuatro miembros, completarla durante el 2023 le demandó desembolsar casi 260 dólares al mes; en el 2021 el costo andaba arriba de 210. Una familia rural necesitaba, entonces, 155 para conseguirla y en el año que acaba de pasar su precio anduvo arriba de los 190. La Mesa por la Soberanía Alimentaria, con base en los datos de la citada entidad gubernamental, sostiene que esas cifras son las segundas más altas en la región y solo son superadas por las nicaragüenses.

En una encuesta sobre la microeconomía de nuestra población realizada durante la primera mitad del 2023, denominada “Menos carne y más optimismo”, la Universidad Francisco Gavidia reveló datos interesantes al respecto. Al preguntarle a la población consultada como evaluaba la situación económica, casi el 19 por ciento respondió que era muy buena y buena; quienes opinaron lo primero, apenas pasaban de los tres puntos porcentuales. Regular la consideró casi el 46; entre mala y muy mala arriba del 35. Sobre su economía familiar casi un 30 por ciento expresó que en los últimos cuatro años había empeorado. Poco más de la mitad manifestó que en ese cuatrienio necesitó obtener ingresos adicionales para cubrir sus gastos, porque no le alcanzaban los que normalmente percibían. Más del 65 por ciento declaró haber notado un aumento muy alto en los precios de los productos y servicios consumidos diariamente; arriba del 70 por ciento aseguró que había modificado su presupuesto familiar debido a la inflación.

A lo anterior deben agregarse otros detalles sumamente reveladores. Casi el 65 por ciento de las personas aseguró haber tenido que reducir el consumo de algunos productos por el incremento de sus precios. ¿Cuáles? En primer lugar la carne de res seguida de la de pollo, los huevos y el queso. En orden descendente hay otros más: aceite, maíz, frijoles, arroz y azúcar. Por el costo de la vida y otros factores, arriba del 33 por ciento confirmó que había disminuido la cantidad de alimentos consumidos y casi el tres afirmó haber eliminado un tiempo de comida; la mayoría, casi el 42, sostuvo que había dejado de almorzar.

Hace más de doce años, en noviembre del 2011, tuve el privilegio de viajar a México en compañía del querido Jon Sobrino. Íbamos a participar en la Cátedra de análisis de la realidad latinoamericana Ignacio Ellacuría, en el marco de la conmemoración del vigésimo segundo aniversario de la masacre en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas. Sobrino habló entonces del salvadoreño como un pueblo crucificado por estar “amenazado de muerte y no de una muerte natural sino histórica, que toma la forma de crucifixión, asesinato, activa privación de vida, lentamente por el hambre o rápidamente por la violencia”. “Esa muerte –continuó– es producto de la injusticia, personal y sobre todo estructural, que va acompañada de crueldad y desprecio”.

Lo anterior sigue siendo válido en nuestro país. Ciertamente se han reducido las muertes violentas, aunque se siguen produciendo algunas muy preocupantes atribuidas a agentes estatales por acción u omisión en los centros penales. Pero la muerte lenta continúa y se incrementa, produciendo el éxodo imparable de miles y miles de compatriotas que emprenden la marcha buscando dejar atrás esa injusticia estructural que –lamentablemente– tarde o temprano nos cobrará la factura volviendo a generar muerte violenta.