Desde hace casi 19 años, la decisión de todos los Gobiernos para enfrentar el fenómeno de las maras o pandillas ha sido la misma. Con sus matices y variantes, de la administración de Francisco Flores a la de Nayib Bukele la “estrategia” se ha mantenido y puede resumirse en tres palabras: criminalizar la pobreza. Es decir, suponer de entrada y automáticamente que la inseguridad y la violencia que abaten a nuestra sociedad se generan en los territorios que habitan sus mayorías populares. Pero eso no es nuevo. Si no, de dónde hubiera echado mano la musa de Roque Dalton para que este escribiera en un célebre renglón de su “Poema de amor” lo siguiente: “Me permito remitirle al interfecto por esquinero sospechoso y con el agravante de ser salvadoreño”.

En estas zonas, preferentemente, se aplicó la Ley de defensa y garantía del orden público aprobada en noviembre de 1977; también fue en estas adonde tuvieron real vigencia las suspensiones de garantías constitucionales, emitidas primero en octubre de 1979 y luego en marzo de 1980; en esos mismos escenarios se produjeron numerosos atropellos contra la dignidad humana, en el marco de la ley marcial o el toque de queda cuya ejecución inició en enero de 1981. “La situación de miseria social, coordinada con la ley marcial –denunció entonces el Socorro Jurídico del Arzobispado de San Salvador– ha acarreado víctimas inocentes”.

Al ser entrevistado por representantes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que visitaron el país en enero de 1978, el presidente de la Corte Suprema de Justicia –Rogelio Chávez– intentó defender la adopción de la mencionada Ley de defensa y garantía del orden público, asegurando que la misma “encontraba su fundamento en la campaña que se había desatado en el exterior con respecto a supuestas violaciones de los derechos humanos en El Salvador”. “Los miembros de la Corte –remató Chávez– reiteraron estar convencidos de la constitucionalidad de la Ley e insistieron en que toda aplicación indebida debía ser rectificada a través del proceso judicial”.

Es necesario reflexionar sobre la posición del máximo representante de la “justicia” secuestrada por el régimen tiránico de la época, ante las conclusiones y recomendaciones del organismo regional formuladas tras su visita al país. En primer lugar, falsamente le estaban atribuyendo la responsabilidad de las atrocidades ocurridas en el territorio nacional. A esas alturas, el referente principal de la “campaña” aludida por el presidente del Órgano Judicial era el cuarto arzobispo de San Salvador, monseñor Óscar Arnulfo Romero. Este era la cara más visible y el vocero mayor de semejante “confabulación”.

Romero echó mano del Socorro Jurídico para preparar rigurosamente los casos que denunciaba, con toda legitimidad y propiedad, domingo a domingo. Su potente y valiente voz se escuchaba dentro y fuera de El Salvador. Por eso lo asesinaron. Pero, además, fueron desaparecidas forzadamente personas integrantes de la institución de derechos humanos que lo apoyó y su oficina fue cateada por agentes estatales varias veces, robándose archivos de la misma. Ya para entonces la defensa de los derechos humanos de las mayorías populares era un acto político que subvertía el “orden” favorable a las minorías privilegiadas. Había pues que neutralizar a quienes la impulsaban, sin importar cómo; eran una piedra en el zapato de la dictadura.

De las declaraciones citadas hechas por el magistrado Chávez, se debe considerar además su fácil respuesta a los temores de la CIDH sobre las violaciones de derechos humanos que estaban cometiendo y podían cometer matones gubernamentales, en el marco de la aplicación de la referida normativa autoritaria y represiva. Si se aplicaba de forma “indebida”, según él, ahí estaban los tribunales para quejarse. Pero esos tribunales –incluida la Corte Suprema de Justicia– y el resto de instituciones se encontraban bajo el control férreo de un mando único centralizado y militarizado, ejercido desde el entonces Poder Ejecutivo. En tales condiciones, ¿qué podían esperar las víctimas? Ciertamente, más y mayor salvajismo.

Por esos graves atropellos contra la dignidad humana y la impunidad protectora de sus responsables materiales e intelectuales, entre otras causas, la juventud de la Fuerza Armada derrocó al general Carlos Humberto Romero en octubre de 1979. Esta oportunidad para cambiar el rumbo del país fue desaprovechada y la rueda de su historia siguió girando sobre el mismo eje: exclusión y represión. Por eso hubo una guerra y por eso, en los acuerdos que le pusieron fin, se incluyó un compromiso que no se cumplió: superar la impunidad. Sobre esta, que se mantuvo y se mantiene, está ocurriendo hoy lo que está ocurriendo. ¿Cuándo aprenderemos la lección para pasar a tiempo de la indignación atomizada a la acción organizada?