“Me duele tanto quererte tanto y no encontrarte; me siento tan sin suerte y tan doliente, mi amor. Te busco y te busco mi tesoro, ahora escondido. No doy con tu paradero porque estás en la tenebrosa oscuridad del ocultamiento provocado por la maldad prevaleciente y porque nadie ‒desde el poder‒ intenta en serio ubicarte. En vida muero, pero no puedo doblegarme pues te tengo que encontrar”. Estas son palabras de una madre cuyo hijo arrancaron de su lado, dentro de una sociedad con políticos que ahora tienen sus riendas en las manos y la presumen como la más segura del planeta. Pero este flagelo atroz los desmiente. Y no es problema solo del actual Gobierno, aunque este tenga responsabilidad y mucha, sino del Estado salvadoreño en su conjunto y la impunidad que ha lubricado el mal funcionamiento de su motor sin atender el clamor de la víctimas.

En el marco de la represión feroz desatada en enero de 1932 por las tropas de Maximiliano Hernández Martínez ‒entonces “pichón” de dictador‒ para sofocar el levantamiento de una población indígena y campesina desesperada por su situación económica y social, las desapariciones forzadas ocurrieron al haber enterrado en fosas comunes a numerosos seres humanos. En lo que va del presente siglo, a la Sala de lo Constitucional se le presentó un recurso de exhibición personal por tres; en marzo del 2019, fue declarado improcedente y registrado como una demanda de amparo por violación al derecho “a la protección jurisdiccional en sus manifestaciones de derecho a la verdad y a las medidas de no repetición de violaciones de derechos”; también por la violación de los derechos a la integridad personal y “a la identidad cultural del pueblo indígena al que pertenecieron las víctimas”.

Eran el bisabuelo, el abuelo y el papá de uno de los demandantes; los tres hombres residían en el municipio de Nahuizalco, departamento de Sonsonate. Uno de ellos triunfó en las elecciones locales realizadas unos días antes, pero no pudo ocupar el cargo; también se llevaron a más personas que tampoco fueron encontradas con vida o fallecidas. No se sabe si antes sucedieron en el país hechos similares, pero esa política criminal oficial continuó después. A mediados de 1975, la retomaron las fuerzas represivas del régimen encabezado por el primer ocurrente que trajo el Miss Universo a la “Guanacia irredenta”; sobre todo, a partir de la masacre de estudiantes universitarios perpetrada el 30 de julio.

Entonces se nos venían encima tiempos terribles que desembocarían en la guerra interna. Antes y durante esta, la Fuerza Armada con los mal llamados cuerpos de seguridad y los “escuadrones de la muerte” desaparecieron a mucha gente que consideraban opositora al oficialismo y a sus patrones. Era parte de la llamada “guerra sucia” impulsada desde el Estado, a la cual se sumaba la “guerra de guerrillas” con sus consiguientes víctimas. El conflicto armado fue superado mediante los acuerdos firmados entre las partes beligerantes, que recién acaba de “desautorizar” Raquel Caballero de Guevara; esta, procuradora para la defensa de los derechos humanos por segunda vez, se suma así a Nayib Bukele quien aseguró hace unos años que eran una “farsa”.

No obstante tan desatinadas pero interesadas declaraciones, uno de los grandes beneficios para nuestra gente ‒derivado de esos acuerdos‒ fue la suspensión de las prácticas sistemáticas estatales de violaciones de derechos humanos por razones políticas. Pero los homicidios cometidos por particulares eran una verdadera pesadilla. La “tregua” no muy conocida que impulsó Francisco Flores con la criminalidad que heredó cuando ocupó la silla presidencial en 1999, redujo drástica y rápidamente su cantidad que superaba como promedio anual los siete mil. Así logró bajarla a menos de 2200 en el 2003. Pero este último año, por razones electoreras, Flores le declaró la “guerra” a las maras cuando estas aún no eran el monstruo en que se convirtieron después y anunció que les aplicaría la “mano dura”. Fue así que dichas estructuras criminales comenzaron, en semejante escenario, a desaparecer personas. Y en adelante, el número de sus víctimas se fue incrementando durante las “treguas” de las administraciones Funes y Bukele.

Con todas las medidas que este último ha impulsado a partir del fin de semana sangriento de marzo del 2022, en medio de una crisis económica y social aderezada con la reelección presidencial inconstitucional ya anunciada, no sería raro que –una vez más– la historia se repita en nuestra tierra y los agentes estatales recurran de nuevo a la desaparición forzada de personas así como a otras acciones represivas para contener el descontento popular que ahora no se asoma tanto, por temor u otras causas, pero que tarde o temprano llegará.