Cuando en un país se niega o tergiversa información que debería ser natural y obligatoriamente pública, hay que reivindicar como derechos humanos la duda y el pensar mal para terminar apelando a la especulación. Siempre lo he sostenido y cada vez me convenzo más de algo: en el mío, El Salvador, hay que enarbolar esa bandera. Sobre todo ahora que transita por una etapa de su historia en la cual reina el oscurantismo ciánico y cínico. Por ello, las elecciones recientes y sus resultados me provocan dedicar esta columna a ese que ‒a mi entender‒ constituye un necesario ejercicio de ciudadanía cuando vamos camino a una nueva tiranía.

Aclaro que sobre las primeras, las del domingo 4 de febrero, no hay mucho donde perderse. Existe al menos una fotografía de diciembre del 2015, año en que Bukele se sentó en el trono edilicio capitalino, que registra un par de subordinados suyos de alto nivel y sobrada confianza sentados en la misma mesa y conversando ‒al interior de una venta de comida rápida‒ con importantes líderes pandilleriles.

Son conocidas públicamente, pues, las negociaciones del partido Nuevas Ideas con personajes de esa calaña para contar con sufragios provenientes de sus filas y así controlar a plenitud la Asamblea Legislativa, dentro de la cual su bancada sumisa debutó destituyendo –el 1 de mayo del 2021– al fiscal general de la república y a la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, para nombrar luego a sus mandaderos en dichos cargos. Quienes los usurparon en el tribunal que idealmente debería ser el máximo intérprete de nuestra ley fundamental, contrariaron ese trascendental rol al abrirle las puertas a la reelección presidencial inconstitucional que se consumó en la primera de las votaciones señaladas.

Ya puestos a conjeturar, de haber respetado Bukele las reglas establecidas para su elección en el 2019 y luego para adueñarse del Legislativo con la “pequeña ayuda” de esa “lindura” de agrupaciones ‒con las que también negoció reducir las muertes violentas intencionales‒ quizás su paso por el Ejecutivo solo le habría alcanzado para un período: del 1 de junio del 2019 al 31 de mayo del 2024. ¿Por qué? Pues porque hablando de políticas públicas destinadas a aliviar las aflicciones más grandes y sentidas de nuestras mayorías populares, no marcó diferencia con las administraciones de Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) que duraron dos décadas; tampoco con las del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) durante una.

“¿Y la reducción de la mortandad?”, preguntarán seguramente; “esa no la lograron los otros”, agregarán. Pues dicho escenario ya se había montado con Francisco Flores, del 2000 al 2003, y con Mauricio Funes durante el 2012 y el 2013. El primero mediante una tregua clandestina pactada con expresiones delincuenciales de la época, que nunca fue pública, y el segundo con otra negociación también oculta que se la desbarató un medio digital; Flores desmontó la suya para ganar con la “mano dura” y la “ley antimaras”, sobre todo, las elecciones presidenciales y legislativas del 2004. Luego, con Salvador Sánchez Cerén tras el sumamente violento 2015 y hasta la llegada de Bukele a la Presidencia de la República, la tendencia fue marcadamente a la baja. Para lograrlo, al igual que su sucesor, Sánchez Cerén violó derechos humanos de personas que no pertenecían a estructuras criminales.

Después de veinte años “areneros” en el poder, mucha gente se hartó y se lanzó a los brazos “mesiánicos” de Funes. Con el mal sabor de las anteriores gestiones, más rápido y más gente también se hartó de esta y la siguiente presidencia “efemelenista”; para colmo, Sánchez Cerén no poseía el “encanto” de su predecesor. Experimentados todos esos fracasos y siendo bastante seductor para las juventudes, principalmente, Bukele engatusó más rápido a más gente; pero también más rápido, en cinco años más gente se hubiera desilusionado de no ser por su manejo propagandístico sobre “logros” inflados o del todo falsos pero ‒eso sí‒ alumbrados con luces led. Y por sus trampas.

Mientras tanto la pobreza, la extrema pobreza y otros males infames que afectan a las mayorías populares han crecido mostrando que la receta “bukeleana” no era más de lo mismo sino lo mismo..., pero recargado. Para continuar en la Guayaba ‒la Presidencia, pues‒ había que manosear y secuestrar lo que de democratización e institucionalidad incipiente existía en el país para imponerse inconstitucionalmente. Y eso ocurrió. Ciertamente, en parte estoy especulando; pero con alguna base real para ello. Es que, como bien dice el refrán “la burra no era arisca, la hicieron a palos”.