Claro que no les gusta la democracia, porque es un modo de convivencia que tiene al pluralismo como garantía de contrapesos. Y la tentación autoritaria no está para esos tafetanes. Quieren agarrar del cogote la ‘cosa política’, zangolotearla, y ponerla a bailar una música con sonsonete aburrido al que llaman consenso.

Lo que ocurre en Nicaragua no puede ser más pertinente para dar cuenta de un modelo político donde la noción de democracia ni siquiera está en la lengua del jerarca mayor (Ortega) ni en la de sus adláteres.

Lo que hizo viable la propuesta inicial (de 1979) de los sandinistas que salieron victoriosos de la insurrección fue su apuesta por el pluralismo, la economía mixta y el no alineamiento. Que una fuerza propulsora del cambio histórico enarbolara esas banderas, no era otra cosa que el guardar prudente distancia del paradigma que venía desde la revolución rusa de 1917. Y en ese escenario inicial, donde las libertades públicas lograron abrirse camino, la posibilidad de la vida en democracia no era algo impensable.

Pero ese espejismo duró poco. Ya para 1983 las amplias alianzas que viabilizaron el proyecto sandinista estaban quebrantadas. Porque el pluralismo resulta dulce melodía al oído y sostenerlo en pie en la línea del tiempo resulta compendioso, lento y riesgoso. Y si a eso se le agrega que la Gran Potencia del Norte temprano, en 1980, ya no tenía interés de ver en primera fila aquel experimento político (igual que no le interesó ver la evolución del gobierno chileno encabezado por Salvador Allende y contribuyó a su derrumbe el 11 de septiembre de 1973). De ahí que, en 1981, con Ronald Reagan al mando, las fuerzas adversas al sandinismo estaban en pie de guerra.

A aquellos sandinistas de 1979 la idea de democracia les sirvió para evitar el estigma, la anatema multiusos del rancio anticomunismo, pero una vez que ‘descubrieron’ que solo teniendo control y vigilancia de sus oponentes políticos (y esto no se refiere a las tropas armadas financiadas por Estados Unidos, sino a los actores políticos que aceptaban las nuevas reglas del juego desde 1979), pues fueron abandonando el esquema inicial. Por eso la derrota en las urnas en 1990 no fue un hecho sorpresivo. Se percibía que aquella muchachada fresca de 1979 ya no tenía la misma mentalidad y sus propósitos e intereses eran otros. Habían probado las mieles del poder y les había encantado.

La vida en democracia es una construcción permanente sujeta a imprevistos y a correcciones continuas. Se camina sobre piedras puntiagudas no sobre camino llano. De ahí que la tentación autoritaria se impaciente y quiera dejar a un lado toda la parafernalia y quedarse solo con aquello que genere legitimación, esto es, lo electoral. Y esto ha sido siempre así. Hitler y el partido nazi avanzaron por la vía electoral, pero una vez tuvieron el control total y sometidos a todos los adversarios (reales e imaginarios), pues adiós mis flores con las elecciones.

La historia centroamericana del siglo XX y lo que va del XXI brinda innumerables ejemplos donde en el discurso público se apela a ‘lo democrático’, pero cuando ese discurso ya no funciona para calmar las demandas de los sectores sociales que se sienten postergados, pues se recurre a acciones de contención y choque, y a veces ni lo electoral queda en pie.

El golpe de Estado (que eso fue) contra Jacobo Árbenz en 1954, en Guatemala, fue un atentado contra un modesto (e imperfecto) ejercicio de vivir en democracia. Y los supuestos ‘campeones’ de la democracia (Estados Unidos) fueron sus más entusiastas zapadores.

En El Salvador el proyecto de mayor proyección política nacido de las capas medias, esto es, el Partido Demócrata Cristiano, durante toda la década de 1960 fue ganando terreno en el campo electoral, y al encabezar una amplia alianza electoral en 1972 y poner en peligro la hegemonía militar que se había mantenido incólume desde 1932, pues se impuso el fraude electoral y el terror político comenzó a ganar terreno. Y eso que el candidato opositor de 1972, un supuesto probado ‘demócrata’, José Napoleón Duarte, no tenía tendencias ‘socializantes’, pero no, los militares de entonces, que no les gustaba la democracia, le bloquearon el paso. A Duarte, que por aquel entonces sí le gustaba la democracia, empero, la situación política de El Salvador le pasó una prueba de la que salió mal librado. Desde 1980 hasta 1989 fungió como la figura política que pactó con los norteamericanos y con los militares y fue la ‘parte civil’ del esquema contrainsurgente, que justificó no pocas masacres contra poblaciones campesinas. ¿Y la democracia? A lo mejor ya no le gustaba tanto.