Maximiliano Hernández Martínez, que desde diciembre de 1931 hasta mayo de 1944 estuvo en el solio presidencial, de un modo irregular, habría que señalar, sí, él, tampoco tenía interés en la democracia. ¡Y sin embargo gobernó durante 13 años! Al principio tratando de mostrar que seguía los procedimientos legales. Aunque ya después del segundo refil presidencial las formas sobraron. Pero el impacto generalizado de la segunda guerra mundial lo agarró fuera de foco y alineado a filiaciones político-ideológicas que no eran las de los Aliados. Y, sobre todo, que no eran afines a la Gran Potencia del Norte.

El ataque japonés a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, marcó el giro hacia la guerra de Estados Unidos. Y con ello, las sucesivas adhesiones a los Aliados y por supuesto las declaraciones de guerra de los países latinoamericanos que no se hicieron esperar.

Maximiliano Hernández Martínez no pudo sustraerse de esta situación y hubo de declarar la guerra al Eje (Alemania, Italia y Japón), puesto que la presión de la Gran Potencia del Norte se hizo sentir. Y a partir de ahí, el lenguaje del mandatario salvadoreño se modificó un poco y el vocablo democracia apareció. Pero la democracia no le gustaba, no hay que llamarse a engaños.

Es más, las expresiones públicas de apoyo a los Aliados (no al régimen encabezado por Hernández Martínez) de inmediato aparecieron en manifiestos (la comunidad española residente en el país, por ejemplo) y en movilizaciones (estudiantiles universitarias, como cabía esperar), y esto sugería que el campo internacional había abierto un hueco en el férreo dispositivo de control político-social dominante.

De hecho, la salida de Hernández Martínez, a propósito de la huelga general de brazos caídos, en mayo de 1944, no solo fue posible por la reacción cívica frente a la represión desatada después del fallido levantamiento militar del 2 de abril de 1944. También hay que considerar, como elemento combustible la reiterada acción reeleccionista de Hernández Martínez que en febrero de 1944 se consumó.

Puesto que largos años de sometimiento a la férula del partido Pro-Patria, cuyo regente era Hernández Martínez, habían causado un grave debilitamiento en la organización política ciudadana, al irrumpir los hechos de la segunda guerra mundial en El Salvador, y facilitarse la movilización y las expresiones contra el ‘fascismo internacional’, hubo una rendija para poder articular algunas modalidades organizativas, aún débiles. Y así se llegó a mayo de 1944, con una gran contradicción: por un lado, unos pequeños núcleos políticos mal configurados y, por el otro, un efervescente apoyo popular a la perspectiva de cambiar la situación. Tal circunstancia es la que hizo imposible aquella primavera política que fue ahogada por los militares afines a Hernández Martínez. Osmín Aguirre, el exjefe de la Policía, y a quien tampoco le gustaba la democracia, fue el encargado de materializar el golpe de Estado del 21 de octubre de 1944.

Uno de los tantos mitos acerca de Hernández Martínez dice que en esos 13 años de férreo control político el país iba bien. Sí, claro, porque al no tener voces disonantes que le hicieran ruido pues era fácil afirmar que todo discurría sobre ruedas. Lo cierto es que El Salvador se estancó, el asesinato de miles de campesinos entre enero y diciembre de 1932 era el tapón que sellaba la estabilidad política proclamada por ese régimen al que se lanzan, por ignorancia, loas inmerecidas. No hay que olvidar que el proceso de industrialización por sustitución de importaciones pudo concretarse hasta 1948, cuando los mismos militares hicieron a un lado el capítulo Hernández Martínez.

Las medidas bancarias y financieras que se adoptaron con la emergencia que desvelaba el levantamiento insurreccional de enero de 1932 (Ley Moratoria, creación del Banco Hipotecario, creación del Banco Central de Reserva...) fueron decisiones económicas que garantizaron el desplazamiento del poder político de un sector propietario cafetalero y que Hernández Martínez y parte del Ejército llegaron a suplir.

Cuando ahora Centroamérica vive un proceso de involución política, y donde los modestos avances institucionales alcanzados después de las guerras centroamericanas se encuentran en alas cucaracha, es bueno traer a colación la tradición que ha fraguado a estos países. Esa tradición no es la de la vida en democracia porque, de hecho, los pequeños lapsos en los que ha habido algunos escenarios para vivir en democracia, siempre la tradición autoritaria se ha impuesto.

Lo que en este momento ocurre en Guatemala, donde el Movimiento Semilla, que disputa el balotaje en agosto, es acosado por el Ministerio Público en medio de la campaña electoral, y donde hasta el Tribunal Supremo Electoral está bajo acecho, solo confirma lo que ya se sabe: a los poderes fácticos no les gusta la democracia.