Hace un par de semanas, después de varios años, he vuelto a encontrarme con Víctor Hugo Acuña, uno de los ‘popes’ de la historia centroamericana. En dos jornadas, de varias horas cada una, conversamos sin prisa. Convergiendo y disintiendo sin conflicto.

Vino a presentar un libro (en coautoría con Héctor Lindo), ‘El Salvador y Costa Rica en la construcción imperial de Estados Unidos (1850-1921)’, y a indagar acerca del asunto salvadoreño al margen de los discursos engominados y de las poses sabihondas de los doctos de aldea.

Víctor es perspicaz, ha estudiado El Salvador, y ha reflexionado por escrito sobre este país. El contraste con Costa Rica, siempre se le antoja inevitable. Y es así.

En la segunda ocasión que nos vimos, sin prólogos me lanza un interrogante. ¿Cuál es la relación de esta sociedad con su pasado?, es la pregunta que me ha aventado en los primeros segundos. Víctor va llegando de El Mozote, el sitio donde se cometió la dantesca masacre de campesinos, en diciembre de 1981, por parte de tropas del Batallón Atlacatl, un cuerpo elite del ejército salvadoreño.

Conoce la información detallada de ese ruinoso e inhumano hecho. No es ese el punto. Quiere saber cómo, después de tanto tiempo transcurrido desde el fin de la guerra, cuestiones como las de El Mozote no han exigido a los salvadoreños un nuevo trato con la historia.

Ha puesto cerca el hierro caliente, y me advierte que ha conversado con otros sobre esto, y demanda mi opinión. Antes de que yo comience a desgranar, agrega otra pregunta: ¿Por qué la fuerza guerrillera, convertida desde 1992 en el partido FMLN, no practicó un ejercicio de memoria histórica con ese impresionante torrente social del que formó parte?

En realidad, la segunda interrogación es más punzante. Respondo: el conjunto social salvadoreño, quizá por instinto de supervivencia, quizá por miedo a recaer en lo mismo se puso a ver para otro lado, apartando el capítulo de la guerra. De inmediato, esto del conjunto social salvadoreño me resulta vaporoso. Me corrijo: los actores principales de la guerra son los que no hicieron nada para que la sociedad salvadoreña se rehiciera. Casi que quisieron que discurrieran los años y que todos aquellos hechos injustos y atroces se los tragara el tiempo.

Veo de reojo a Víctor y aprecio que este quiebre le interesa. Continúo: finalizar la guerra implicó (al parecer estos actores no encontraron otra manera de hacerlo) dejar fuera de consideración los delitos de lesa humanidad que acontecieron. El de El Mozote fue uno de ellos.
¿Y la Comisión de la Verdad qué dijo sobre esto?, tercia Víctor. Contesto: estableció la autenticidad de este y de otros hechos ocurridos durante la guerra, pero eso no fue vinculante para los sucesivos gobiernos, y así nos fuimos alejando de ese diciembre infame de 1981 y es de este modo como la impunidad reinó.

Víctor no me quita la vista. Estoy agotado al expresar todo esto. Pero debo seguir.

Mirá, Víctor, le digo, para mí hay tres cosas que llevaron a este desajuste memorístico, y tienen que ver con el FMLN. A ver, reacciona Víctor.

Continúo: lo primero es que los llamados ‘cuadros dirigentes’ del FMLN, ya en febrero de 1992 se instalaron en San Salvador y se alejaron de las bases históricas que sustentaron su lucha, y solo las ‘visitaban’ en plan de campaña electoral. Segundo, el FMLN siendo una fuerza política compleja se ‘adelgazó’ al convertirse en un mero partido político-electoral, no pudo practicar un auténtico proceso de ‘aggiornamento’, y por eso sucumbió frente a las tentaciones de la cuota de poder político que alcanzó a partir de 2009. Y tercero, dados los dos aspectos anteriores, al acceder al aparato gubernamental, entre 2009 y 2014, pues todo estaba listo para que los procesos de corrupción campearan, tal y como lo hicieron todos los gobiernos después de 1992. ¡No tuvieron tiempo de atender la memoria histórica! Además, algunos dirigentes tenían su cuota de sangre en los crímenes de guerra.

Después de ese alegato me quedo callado y meditabundo. Víctor, igual.

Él ha hecho notas de lo que ha visto en El Mozote y de lo que ha discutido con otras personas y de seguro escribirá algo.

Se ha hecho noche, y Víctor debe regresar a su hotel. Enrumbamos. Casi no hablamos del asunto. El vehículo se desliza despacio.

Al despedirse, me reitera algo que flota en mi mente: Es duro, me dice, pero ni modo, este país es distópico.