El periodismo libre es una de las grandes conquistas de la civilización política. Y digo política porque el ejercicio del poder, cuando realmente aspira a ser instrumento de estabilidad y progreso, debería agradecer el trabajo de información, investigación y fiscalización que ejerce la prensa libre. Sin esa auditoría constante, sin la necesidad de tener que responder a los cuestionamientos de los medios, los gobiernos caen con facilidad en la tentación de abusar de sus prorrogativas, desnaturalizarse o corromperse.

El periodismo es baluarte de la libertad y la democracia porque solo el pueblo que está libremente informado tiene la capacidad de entender sus derechos y responsabilidades frente al Estado. Cuando los medios de comunicación no son libres, o tienen seriamente restringida su labor de informar, los pueblos son presas ingenuas del populismo tiránico.

Un aspirante a déspota sabe que mientras menos razonable y más emocional es la opinión política de una persona, más fácil le resultará a él manipularla. La prensa libre, en cambio, cumple una función muy específica alimentando el buen criterio ciudadano, una de las virtudes que los regímenes autoritarios desearían anular. Si los seres humanos pudiéramos disponer de un “tiranómetro”, un aparatito que nos permitiera medir oportunamente a los personajes públicos que pretenden imponernos su voluntad, la relación de estos personajes con el periodismo sería una de las mejoras alarmas en ese artilugio.

De Hitler a Fidel, desde Mussolini hasta Chávez, la forma en que un político trata a la prensa libre es síntoma de lo que pretenderá hacer con la información desde el poder. No falla. Tras el incendio del Reichstag en 1933, el primer decreto impulsado por los nazis suprimió varias de las libertades esenciales, incluyendo las de expresión, prensa y asociación. A partir de ese momento los opositores a Hitler estuvieron a merced de sus personales venganzas.

En el caso de Fidel Castro, apenas tenía dos semanas en el poder cuando lanzó la llamada Operación “Verdad”, que aseguraba proteger la libertad de expresión mientras decenas de periódicos y revistas eran censuradas, clausuradas o abiertamente ocupadas por sus partidarios. El entonces ministro de Educación, Armando Hart, justo en la celebración del “Día del Reportero”, llegó a decir (octubre de 1959): “La objetividad es un mito... La única base de la objetividad es la que refleja la opinión pública. Y cuando habla del doctor Castro... expresa la opinión pública”. ¿Qué tal?

En nuestro país Nayib Bukele dio signos de su temperamento autoritario cuando empezó a descalificar moralmente a los medios que indagaban en su trayectoria, acciones e ideas. Algunos advertimos el peligro latente en esas “críticas”. Y no nos equivocamos. Hoy tenemos a un presidente que despotrica de lo lindo contra los medios independientes y acuerpa sus medidas de gobierno en un aparato de propaganda que incluye televisora nacional, periódico oficial, varias radios y cientos de páginas digitales que nadie sabe cómo se financian. Adicionalmente, llevamos ya cuatro prórrogas de un régimen de excepción que ha dado pie a numerosas agresiones a periodistas por parte de las autoridades públicas.

Pero hemos de prohibirnos el desánimo. Todo periodismo que haga bien su trabajo forzosamente será incómodo para los gobiernos que no hagan bien el suyo. Este día felicitemos a los medios profesionales que persisten en esa labor valiente, democrática y civilizadora.