Mientras las bombas rusas siguen cayendo sobre Ucrania, nosotros, el más pequeño país de la América continental, en la ONU nos abstenemos de votar a favor de la condena sin paliativos a Vladimir Putin. Gravísimo error. Tal vez sea demasiado idealista esperar otra cosa de la administración Bukele, cuya incomprensión del Derecho Internacional y carencia de brújula geopolítica es harto evidente; pero no hacer un ejercicio de realismo en torno a las consecuencias que acarrea esta vergonzosa decisión sería todavía más irresponsable.

Aparte del hecho, ya elocuente en sí mismo, de habernos sumado a los silencios de Cuba, Nicaragua y Bolivia —tres países no precisamente ejemplares en materia democrática—, El Salvador ha evitado censurar la flagrante agresión de Rusia sobre Ucrania en contraposición a lo que sugieren el pragmatismo político, el derecho, la moral y el sentido común. Explicar las razones de esta innecesaria apertura de flancos sería igual a pedir a un matemático de la antigua Grecia que resolviera la cuadratura del círculo. Simplemente no parece haber lógica alguna. Pero a poco que se rasca por encima de este aparente absurdo, las cosas tienden a decantarse por el peor ángulo posible: el de las afinidades inconfesables.

El Salvador abrió relaciones con la Rusia postsoviética en tiempos de ARENA. El presidente de la federación en aquel momento era Boris Yeltsin, quien no solamente se decía comprometido con la economía de libre mercado sino que pugnaba por una agresiva política de apertura rusa al mundo. Putin, en ese momento, aunque llevara años en el aparato estatal, se hallaba lejos de imaginar que en 1999 sucedería a Yeltsin y que, a partir de 2012 —pues en 2008 pasó a ocupar un “interinato” de Primer Ministro por cuatro años—, iba a ejercer un poder casi omnímodo sobre la principal potencia euroasiática.

La afinidad entre Putin y cualquier mandatario occidental (incluyendo al autoproclamado presidente “más cool del mundo mundial”) solo podría estar ligada a imperativos de tipo comercial o cultural, si estos existieran. No es nuestro caso. Desde el fin de la Guerra Fría, las relaciones salvadoreñas con la Federación Rusa son más bien anecdóticas. Entonces, ¿estamos delante de otro tipo de nexos políticos, dignos de la creciente sospecha que levantan en nuestro gran socio, Estados Unidos? Pues no pareciera haber otra respuesta satisfactoria. Y si tal idea toma fuerza, las consecuencias para Bukele podrían ser bastante más serias de lo que él mismo cree.

La sola mención de una revisión del TLC ha puesto a temblar a numerosas empresas en El Salvador. Imposible exagerar sobre este impacto. Para decirlo sin dramatismo, literalmente miles de empleos están ahora en riesgo. Hasta su inoportuna abstención en las Naciones Unidas, el país no contemplaba esa debacle en el horizonte. Hoy, además de eso, el gobierno salvadoreño, alineado con el “Hitler” de nuestra época, se consolida como un peligro a la seguridad nacional de los Estados Unidos, precisamente por la cercanía geográfica que existe. Hasta Donald Trump, si pretende volver a ocupar la Casa Blanca, tendrá que desligarse de Bukele, así como en tiempos bíblicos huía la gente de los leprosos.

Pésimo “performance” el de nuestro bisoño gobernante. Lo malo de creerse un ajedrecista consumado en el tablero del mundo es que, si esto no es cierto, luego ya nadie quiere jugar contigo.