Yo me siento realizado cuando estoy claro de que, tanto en lo personal como en lo laboral, mi vida tiene sentido; cuando soy libre para decidir qué quiero y existen las condiciones para lograrlo; cuando junto con mi familia podemos disfrutar de nuestro entorno particular y comunitario; cuando he aprendido de mis experiencias positivas y negativas; cuando soy feliz. Y dicha realización, parafraseando a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, está relacionada con las opciones que tengo para alcanzar mis metas; esta también afirma que la misma va de la mano con el proyecto de vida, el cual se asocia con el desarrollo integral del ser humano. Además, ha emitido abundante doctrina y jurisprudencia sobre el daño al citado proyecto; es decir, a la afectación de su “realización integral”. Esta última debería basarse tanto en la “vocación” de la persona como en sus “aptitudes, circunstancias, potencialidades y aspiraciones” a partir de lo cual podría “fijarse razonablemente determinadas expectativas” y materializarlas.

En ese marco, cabe preguntarse sobre los proyectos de vida de quienes integran nuestras mayorías populares. El daño que se les ha causado es histórico y lo más evidente de ello tiene que ver con las ejecuciones arbitrarias, las desapariciones forzadas, las capturas y las torturas, las masacres, el desplazamiento de población dentro del país y su emigración hacia otras tierras por la fuerza terrible de la violencia. Es decir, con la barbarie desatada en su contra por regímenes dictatoriales violadores de sus derechos civiles y políticos. Tras el surgimiento de la guerrilla en la década de 1970 y su posterior participación en el conflicto armado durante la siguiente, ya convertida en ejército insurgente, también se produjeron graves violaciones de derechos humanos atribuibles a esta.

A esas prácticas sistemáticas en su conjunto, Jon Sobrino se refirió como la muerte violenta. Y sobre esas atrocidades, la mencionada Corte Interamericana ha fallado a favor de las familias de las víctimas en los contados casos salvadoreños que ha conocido; el último de estos es el de las desapariciones forzadas de Patricia Emilie Cuéllar Sandoval, Mauricio Cuéllar Cuéllar y Julio Orbelina Pérez ocurridas en julio de 1982.

Al finalizar el enfrentamiento armado en 1992 y tras la reconversión del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional en partido político, esas prácticas sistemáticas también cesaron. Pero los acuerdos que posibilitaron lograr eso, no alcanzaron para frenar la otra muerte histórica que ha abatido a nuestra gente: la muerte lenta, también denunciada por Sobrino. ¡Sí! La provocada por el hambre y otras carencias básicas para la realización de sus proyectos de vida. Esas privaciones permanecieron en medio de la profundización de un sistema económico y social excluyente; así, irremediable y rápidamente, la muerte violenta regresó golpeando siempre a la población más vulnerable.

Según registros oficiales, entre 1995 y 1997 –ambos años incluidos– el promedio de asesinatos intencionales durante cada uno de estos sobre todo con arma de fuego, sin haberse desatado aún la violencia pandilleril demencial, superó los 7200. Así se llegó hasta 1999; entonces Francisco Flores asumió la titularidad del Órgano Ejecutivo y de entrada la mortandad se redujo drásticamente. Ello me lleva a asumir que, seguro, Flores pactó con la criminalidad de la época; pacto que rompió en julio del 2003 pensando en los intereses de su partido y sus dueños ante las elecciones presidenciales del siguiente año, al declararle la guerra a unas maras que no eran todavíalo aterradoras que llegaron a ser.

Algo similar ocurrió durante el mandato constitucional de Nayib Bukele a finales de marzo del 2022; pero este, controlando todo el aparato estatal, implantó el nada excepcional régimen de excepción y así logró imponerse fraudulentamente para ejercer ahora un poder dictatorial. Desde el 2019, cuando ingresó por las buenas a Casa Presidencial, y hasta el final de la primera etapa de su “bukelato” durante el presente año‒entre luces encendidas y una propaganda desmedida, para consumo de las masas dentro y fuera del país‒ la realidad nacional real nos restriega en la cara que la pobreza y la exclusión han creció, que el costo de la vida se ha encareció, que el aumento al salario mínimo desde el 2021 no ha apareció y que la deuda del país se extendió. Y parece que la situación va para peor.

Ese es un proyecto de muerte y, en semejantes condiciones, difícilmente se podrá siquiera imaginarque quienes sufren sus consecuencias aspiren a tener un proyecto de vida para vivirla con dignidad sin necesidad de –parafraseando ahora a Lanssiers– hojear el diccionario para descubrir el significado de esa hermosa palabra sobre la cual debería sustentarse el proyecto de un nuevo país, adonde “el verdugo no sea considerado como el único garante de la civilización”.