“Soy democrático, pero a mi manera”. Eso dijo en algún momento el general Augusto Pinochet. Al recordar esta frase del dictador chileno por excelencia se viene a mi mente –rápida y petulante– la imagen de Nayib Bukele cuando, desde el balcón del Palacio Nacional el pasado domingo 3 de marzo, cual si fuera una especie de emperador milénico le anunció a la muchedumbre concentrada a sus pies y la prensa, que El Salvador sería el primer país en el mundo con “un partido único en un sistema plenamente democrático”. Tráguense esta otra lindura del tirano conosureño: “Entre asegurar los derechos de unos diez mil disociados o garantizar los de diez millones, no tuvimos duda”. Dicha expresión es equivalente a esta chulada del autócrata salvadoreño en ciernes: “Los derechos humanos de la gente honrada son más importantes que los de los delincuentes”. ¿Demasiada casualidad? No creo. Veamos...

A pocas horas de cerradas las urnas tras las votaciones presidencial –en la cual compitió inconstitucionalmente con todas las ventajas del mundo, obviamente las del “bajo”– y legislativas, sin ningún resultado oficial brindado por parte de su tribunal supremo electoral sometido y empequeñecido –por eso las minúsculas– Bukele añadió a la del “partido único” esta frase lapidaria: “Toda la oposición junta quedó pulverizada”. Buscando luego con cuál compararla de entre la verborrea despótica pinochetista, me encontré con esta insolencia: “Pluralismo. ¿Sabe cómo llamo yo a eso? Beatería política”.

Súmenle este par: “En este país no se mueve una hoja sin que yo lo sepa” y “Yo obtengo mi fuerza de Dios”. Aunque hay muchas más, son las últimas formulaciones que citaré del carnicero chileno. Comparable, la primera, con la siguiente de Bukele: “Yo me doy cuenta de todo y sé hasta cuando un baño está sucio o en mal estado”; al leer la segunda, me acuerdo cuando se definió en una de sus redes sociales como presidente de El Salvador, papá de su hija Layla y “un instrumento de Dios en nuestra nueva historia”.

También, ante una formación castrense, a los soldados que lo escuchaban les dijo que eso eran “para llevarle paz, libertad y felicidad al pueblo salvadoreño”. “Y nosotros ‒agregó entonces‒ somos el instrumento para sanar esta tierra. Cada uno de ustedes son instrumento de Dios para hacerlo. La paz no se consigue firmando acuerdos entre corruptos, repartiéndose el poder entre asesinos”. Por cierto, algunos de los militares asesinos en la tierra de Víctor Jara –incluidos los que lo masacraron‒ ya fueron condenados por la justicia. Acá, hasta la fecha, ningún criminal de esos está pagando su culpa. Y tras tener el control parlamentario absoluto durante tres años, la bancada bukeleana no aprueba la ley en favor de sus víctimas ordenada por la Sala de lo Constitucional hace ya casi siete.

Jorge Rafael Videla, el genocida general argentino, también invocaba el nombre de Dios en vano. En alguna ocasión, por ejemplo, dijo: “Dios sabe lo que hace, por qué lo hace y para qué lo hace. Yo acepto la voluntad de Dios. Creo que Dios nunca me soltó la mano”. Pues en alguna ocasión decisiva sí se la soltó y por eso, condenado a cadena perpetua, terminó sus días en la cárcel de Marcos Paz adonde fue encontrado su cadáver sentado en un inodoro. Pintoresca imagen, esta, del final de la existencia de otro sátrapa latinoamericano.

Pero hay uno más cercano, vecino centroamericano que en alguna vez pronunció estas palabras en el marco de la recién pasada pandemia: “Se los digo alto y claro. A todo funcionario público o empresario que quiera aprovecharse de esta emergencia, abusando de esta tragedia, nuestro Gobierno no se los permitirá y les hará rendir cuenta en los tribunales”. Pues quien acaba de pasar por los tribunales –no de su país, Honduras, sino uno estadounidense– fue él y lo declararon culpable por conspirar para introducir cocaína en territorio gringo; su condena puede ir desde los cuarenta años de prisión hasta su muerte. Se trata de Juan Orlando Hernández, cuya ruta y la del nicaragüense Daniel Ortega está siguiendo Bukele; este último dejó esculpida en los anales de la historia vernácula la siguiente frase: “El que toque un centavo, yo mismo lo voy a meter preso”. A quien metió preso y murió encerrado fue a su asesor en Seguridad Nacional, Alejandro Muyshondt, no por corrupto sino por denunciar públicamente actos de corrupción.

Bien dice el conocido refrán: “Quien mal anda, casi siempre la...”. ¡Ah, no! Perdón, esa sería una versión adaptada del mismo a las historias abusivas acá resumidas. El atinado y literal consejo popular aplicable es el siguiente: “Quien mal anda, mal acaba”.