La destitución de Pedro Castillo como presidente de Perú era una ficha cantada. Cadena de torpezas más acecho por varios flancos, políticos y corporativos, no podían desembocar en otra cosa. Esto que ha sucedido, contrario a lo que parece, no es una muestra de fortaleza institucional, sino la expresión clara de una profunda fragilidad política de la sociedad peruana, que lleva varios años tratando de salir del largo túnel de la inestabilidad sin poder lograrlo.

Las elecciones presidenciales más recientes fueron ganadas por el candidato del partido Perú Libre, Pedro Castillo, por un estrecho margen en segunda vuelta. Eso ya anunciaba un cuadro peligroso para el nuevo gobierno. Entonces, quienes ahora ‘salvaron a Perú’ al destituir a Castillo, iniciaron a los pocos días del mandato presidencial, que el 7 de diciembre naufragó, un feroz sabotaje a la gestión gubernamental que no pudo ni despegar con aire fresco. ¡Hay algo de hipocresía en eso!

Es cierto que Pedro Castillo fue dando pasos inadecuados y que su torpeza final fue no seguir el procedimiento establecido por la Constitución para cesar el Congreso. Lo hizo de hecho porque era a esas alturas un hombre solitario sin partido político (meses atrás, Perú Libre lo había desconocido), sin apoyo de alguna bancada legislativa, sin respaldo policial ni de los militares y, como se vio, al anunciar la disolución del Congreso, hasta su gabinete dimitió.

Ha asumido la vicepresidenta, la señora Dina Boluarte, y ha ‘prometido’ combatir la corrupción, etcétera. Difícil es poder pronosticar el curso que seguirá Perú, pero lo que sí se ve con claridad en este momento es que la institucionalidad está muy debilitada y la acción social ciudadana no logra articular un contrapeso significativo frente a esta fractura del sistema político.

Una vista rápida a la situación de otros países sugiere que el tema del debilitamiento institucional es quizás ya una nota común e incluso un resultado premeditado provocado por algunos actores políticos.

En Nicaragua, por ejemplo, la institucionalidad ha sido apartada y sustituida por la voluntad de un aparato autocrático. El estamento policíaco-militar en su función represiva e intimidatoria (¡tiene las armas, controla la situación!) es, diciéndolo suave, la aplanadora que impone las nuevas reglas del juego, que ya no es la Constitución, como norma máxima. En Nicaragua, a diferencia de lo ocurrido en Perú, no hay un Congreso (Asamblea Legislativa) que pueda separar de su cargo al jefe del Ejecutivo (Ortega), que ya ha cruzado todas las líneas rojas. Es decir, una posible destitución del presidente de Nicaragua no es algo que pueda ocurrir, porque en ese país ya no hay ningún contrapeso. Además, la válvula de escape que constituyen los procesos electorales ha sido cooptada, desnaturalizada y pervertida. Ese proyecto excluyente que se ha impuesto en Nicaragua intenta llevar a la ciudadanía consciente y crítica (la que aún se encuentra dentro del país) a una suerte de sofocación para que estalle y con ese pretexto aplastarla con mayor rigor que en abril de 2018.

En Perú, al menos aún hay un par de pasillos que se pueden transitar, estrechos, sí, pero en Nicaragua ya eso no es posible, de ahí que sea lícito nombrar aquello como una situación política límite.

Un país como Estados Unidos, que se precia de su fortaleza institucional, también se ha visto afectado por el paso de ese vector disruptivo encarnado en la figura de Donald Trump, que hace dos años estuvo a punto de causar un daño irreparable a la vida política de ese país si el ‘asalto al Capitolio’ hubiese escalado en acciones. Este tipo de proyectos políticos como el encabezado por Trump solo puede oxigenarse si pasa por la criba electoral y una vez alcanzada esa cuota de poder político, debilitar la institucionalidad es el expediente predilecto para alcanzar sus objetivos. Curioso camino el que se han ‘inventado’.

Resulta increíble, pero Trump y Ortega tienen más en común de lo que podría esperarse. No en balde es grande la empatía que ambos muestran hacia Putin.

Incluso al observar el discurrir del proceso español, también salta a la vista que la vía electoral es ahora usada para contribuir al debilitamiento institucional. El ejemplo más claro y aplaudido por la población conservadora (que es mucha) es el de la señora Ayuso, del Partido Popular, en la Comunidad de Madrid. Por supuesto, en segunda fila está, en ese acecho a la institucionalidad, la agrupación partidaria VOX, la tercera más votada en España, y que se considera legítima heredera del régimen franquista.

¿A todos estos actores políticos les importa la vida en democracia? Qué va, la nombran y se les enreda la lengua. Y como se decía antes: quieren la guayaba, por todas las prebendas que comporta. Solo eso.