Cada 23 de junio se conmemora el día de las Naciones Unidas para la administración pública, con el objetivo de que la ciudadanía reflexione el rol fundamental de la administración pública ―sus instituciones, trabajadores, trabajadoras, funcionarios y funcionarias― en la construcción del desarrollo y el bienestar. Esta es una valiosa oportunidad para reivindicar la función pública, especialmente porque a lo largo de muchos años se nos ha hecho creer que lo público es algo malo y un sinónimo de ineficiencia. Tanto ha permeado este relato que hasta se refleja en películas infantiles en las que los osos perezosos representan el estereotipo de servidores públicos.

No se puede negar que nuestra administración pública dista de ser perfecta, históricamente ha estado cooptadas por grupos de poder, que sin ningún reparo ético o moral, han manejado lo público para defender intereses particulares y menoscabado, con prácticas poco transparentes y corruptas, la posibilidad de contar con un Estado fuerte y democrático que garantice los derechos de las personas. En conjunto esto ha provocado el deterioro y la pérdida de legitimidad de la administración y de la función pública y ha hecho creer a la ciudadanía que lo mejor es minimizar el rol de lo público en la sociedad. Y vaya que nuestro país conoce bien ese argumento, su utilización fue muy exitosa para justificar la privatización de la distribución energética, las telecomunicaciones, el sistema financiero y las pensiones.

Pero la respuesta ante los desafíos de la administración pública no es desecharla y mucho menos sustituirla por lo privado, que pareciera ser la única alternativa, sino trabajar por fortalecerla. Desde la ciudadanía tenemos el desafío de separar la paja del trigo, porque a final de cuentas, lo público debería ser el punto de encuentro en el que todas las personas tenemos igualdad de derechos y oportunidades.

Además, la materialización de la administración pública se presenta de diferentes maneras en nuestra cotidianeidad. Una de las más importantes, pero que generalmente carece de visibilidad, es en los y las servidoras públicas (enfermeros, doctoras, maestros, directoras de escuelas, fiscales, defensoras públicas, recolectores de basura, gestoras de tránsito) que a pesar de las limitaciones presupuestarias, de las ineficiencias administrativas, de la falta de visión estratégica y de capacidades de los liderazgos institucionales, desempeñan día a día sus funciones de una manera responsable, digna, transparente y en beneficio de la sociedad.

Es gracias a esas personas que el Estado se hace presente en la vida de las y los salvadoreños, por ejemplo, para 8 de cada 10 niños, niñas y adolescentes estudiantes que ejercen este derecho en centros educativos públicos o para las 6 de cada 10 personas enfermas que son atendidas en un hospital público o en una unidad de salud. El trabajo y el esfuerzo de miles de servidores y servidoras públicas, si bien no se suele reconocer públicamente, es lo que se transforma en bienes y servicios públicos para la ciudadanía, que se convierten en herramientas fundamentales para promover la justicia, la igualdad, el bienestar y el crecimiento económico en nuestro país.

La administración de lo público es vital para nuestra sociedad, nuestras posibilidades de desarrollo, e incluso en el contexto actual, para impulsar una recuperación efectiva ante los impactos de la pandemia. La reivindicación de la administración y la función pública es un llamado colectivo, particularmente en contextos de destrucción de la institucionalidad democrática. Como ciudadanía, tenemos la responsabilidad de reivindicar ante nuestros gobernantes que el fin de la administración pública no es facilitar el enriquecimiento de los familiares o amistades de los ministros, tampoco financiar las apuestas presidenciales en criptomonedas volátiles, en cambio, la razón de su existencia son las personas, la búsqueda su bienestar y la garantía de sus derechos.

Por ello debemos exigir: la modernización de las instituciones públicas; la profesionalización del servicio civil; la planificación del desarrollo; la transformación de la política fiscal, desde una perspectiva de sostenibilidad y suficiencia frente a nuestras aspiraciones de desarrollo; y, además, el fortalecimiento de la institucionalidad para evaluar, transparentar e informar a la ciudadanía sobre el quehacer público.