La historia de nuestro país ha estado marcada por la recurrente aparición del autoritarismo, personas o sectores que buscan controlar el poder público, ponerlo al servicio de sus intereses particulares y utilizarlo para destruir a quien tenga el atrevimiento de cuestionar o diferir. Abandonar esas prácticas nos costó incluso una guerra con miles de muertos y desaparecidos. Afortunadamente llegó la paz y con ella la oportunidad de que El Salvador empezara a construir una democracia, una tarea nada fácil, pero en la que íbamos avanzando, a pesar de los errores de nuestros líderes políticos, y con un proceso que estaba lejos de ser perfecto pero que nos había permitido poder hablar de estado de derecho, independencia de poderes y garantía de derechos fundamentales. Pero nuestra democracia en construcción sufrió un terremoto, solo bastó un gobierno con desdén por la memoria histórica y con el objetivo de concentrar la mayor cantidad de poder.

Uno de los puntos claros de inflexión en la destrucción democrática sucedió, justamente, hace dos años. El 9 de febrero de 2020, con la excusa de exhortar a la Asamblea Legislativa para que aprobara un préstamo para financiar el Plan Control Territorial, el presidente Bukele, acompañado por un gran número de soldados fuertemente armados, ocupó las instalaciones del Asamblea Legislativa. Al mismo tiempo la Policía Nacional Civil retiraba la protección a los diputados y diputadas en funciones; el Ministro de la Defensa se mantenía a la espera de las órdenes de su comandante general para defender la patria; y en redes sociales, las cuentas afines al oficialismo exhortaban a la población a ejercer el derecho a la insurrección. Pero algo está claro, la militarización de la Asamblea nada tenía que ver con propiciar un diálogo sobre decisiones de política pública entre el Ejecutivo y el Legislativo, sino que fue un ejercicio autoritario, de un presidente, que acuerpado por el despliegue de fuerzas militares serviles, demostraba que la Constitución y resto de leyes no tenían validez ante su autoridad.

Desde ese momento, la democracia y sus principios son vilipendiados no solo desde el Ejecutivo, sino también desde el resto de poderes e instituciones del Estado. En nuestro país ya no hay Estado de derecho, certeza jurídica o independencia de los poderes del Estado. Algo que se concretó con el golpe de estado del 1 de mayo de 2021, en el que la nueva legislatura, controlada por el oficialismo, destituyó sin el debido proceso a los magistrados de la Corte de Constitucionalidad y al Fiscal General de la República, eliminando contrapesos institucionales y otorgando al presidente Bukele el control de todos poderes del Estado.

En la actualidad, incluso derechos fundamentales en cualquier democracia, como la libertad de prensa, libertad de asociación y de acceso a la información no están garantizados. Existen fuertes indicios que el Estado salvadoreño utiliza softwares espías para vigilar a periodistas, representantes de organizaciones de sociedad civil, movimiento social y opositores políticos. Estas acciones evidencian que el verdadero objetivo de la actual administración es la consolidación en el poder, no la transformación del país, ni el bienestar de las personas; sino por qué no utilizar herramientas tecnológicas tan poderosas para combatir y perseguir los hechos criminales y violentos de las pandillas. La instrumentalización del poder estatal para perseguir a su ciudadanía está fuera de toda legalidad y nos regresa a los períodos oscuros de la guerra, en donde pensar diferente o cuestionar a los que ostentan el poder público era motivo suficiente para ser reprimido por el Estado.

En tan solo dos años, lo poco que se había logrado construir en casi tres décadas de incipiente democracia ha sido desechado. Los retrocesos democráticos se tratan de legitimar mediante instrumentos de propaganda gubernamental y los niveles de popularidad presidencial. Y como siempre sucede en este tipo de regímenes, las consecuencias de la destrucción democrática serán asumidas por la población que deberá continuar enfrentando la ausencia de un Estado que le garantice sus derechos. Pero nada está escrito en piedra y todo puede cambiar, si la ciudadanía así lo decide, por eso no debemos borrar de nuestra memoria lo sucedido hace dos años para que nunca se vuelva a repetir.