Siempre es complicado afirmar si tal o cual artista es el más significativo para un país. Nunca es una sola persona la que lleva el estandarte de la valía estética. Siempre hay mucho de arbitrario en esa selección. Sin embargo, no hay muchas dudas en cuanto a que Salarrué es una figura artística clave para descifrarnos, y eso desde hace mucho tiempo.

Nacido en 1899, es decir, hace 121 años, Salarrué continúa ‘vivo’. Su obra plástica y su creación literaria persisten en interrogarnos.

Aunque muchas veces se ha afirmado que ‘Cuentos de barro’ es su libro más importante, la verdad es que es el lapso 1927-1936 el que debería considerarse como el período decisivo para la labor creativa de Salarrué. Y ahí se inscribe ‘Cuentos de barro’, claro, pero hay más material que debe situarse dentro de esa temporalidad. Y también ponderar las circunstancias específicas en las que hubo de hacerse aquella obra.

Es fácil, hoy, para algunos, poner sobre las espaldas de Salarrué vocablos y conductas que ameritan ser explicadas, o al menos situadas. De lo contrario, el extravío con lo de Salarrué continuará.

Para El Salvador, como para Salarrué, 1932 es una herida honda. Aquellos acontecimientos (enero y seis meses después, al menos), que tuvieron también un antecedente sangriento todo el año 1931, no son invisibles para un artista profundo del tipo que fue Salarrué.

Los paisajes, los parlamentos y los personajes que pululan en ‘Cuentos de barro’ no son una radiografía exacta del mundo rural de esos años de hierro, y quererlo ver así es parte de los extravíos aún activos. La literatura tiene muchas licencias y por eso puede permitirse ciertas aprehensiones, algunas evocaciones y hasta variadas ensoñaciones.

Pero quizá lo más difícil no sea ponderar una obra creativa concreta, sino tasar al autor de esa obra creativa en el contexto temporal y espacial en los que hubo aquella fragua.

Cuando Salarrué da a la publicación ‘Mi respuesta a los patriotas’, El Salvador está ya en los hervores del paroxismo político. Ese breve texto, pero de gran densidad valorativa, es una suerte de estado del arte de la actitud de los artistas e intelectuales desde el punto de vista de Salarrué. No es una apreciación de esas personas mencionadas ni es una toma de postura política frente a la situación del país. La apostilla artística, si puede llamársele así a ‘Mi respuesta a los patriotas’, está calzada el 21 de enero de 1932, un día antes del levantamiento insurreccional. Detalle que no es baladí y que podría tomarse como un grito desesperado frente a lo que se viene encima y que Salarrué no sabe, lo intuye, lo olfatea en el ambiente, lo descifra en los vocablos y lo capta en los gestos.

A posteriori se ha querido ver en ‘Mi respuesta a los patriotas’ un texto de tesis. Y no, está escrito desde la soledumbre, es decir, desde un lugar desierto, que ha sido arrasado. ‘Me encuentro casi solo. Solo con el indio contemplativo y la mujer soñadora’, llega a decir Salarrué.

Ahora se saben los resultados de aquel siempre mal comprendido levantamiento insurreccional, cuyo núcleo duro estuvo constituido por campesinos e indígenas (también campesinos) sobre todo del occidente del país, siendo Sonsonate y Ahuachapán los pivotes. Pero en el levantamiento estuvieron integrados estudiantes universitarios, trabajadores artesanales y fabriles urbanos. Y algunas mujeres.

El empeño insurreccional, articulado bajo apremio político y no pocas dudas, se activó el 22 de enero (después de varias suspensiones), pero no alcanzó a durar más de cinco días. Sobrevino, entonces, una escalada represiva de gran magnitud y ferocidad cuyo objetivo era no dejar títere con cabeza y que, durante el primer semestre de 1932 por lo menos, cegó la vida de miles de personas, que en muchos casos quizá no fueron partícipes y tal vez ni colaboradores del levantamiento insurreccional. ¡Imponer el terror para que el miedo cundiera!, fue la consigna militar.

Salarrué no fue un partidario de o un propulsor de. Era solo un artista con una pronunciada sensibilidad: sus imágenes y en sus textos escritos lo atestiguan.

Quizá sea exagerado decir, por lo que afirma en ‘Mi respuesta a los patriotas’ y en otros pequeños textos de prensa, que Salarrué era un confeso anticomunista, tal y como sí lo eran Maximiliano Hernández Martínez (el ‘fundador’ del nuevo orden, que además era un hombre de la teosofía y también masón) o José Tomás Calderón (el general punitivo que materializó la masacre) o José Alfonso Belloso y Sánchez, quien dirigió la Arquidiócesis de San Salvador entre 1927 y 1935 o James Hill (uno de los prominentes cafetaleros del momento).