Finlandia es un país nórdico de 5.5 millones de habitantes, probada independencia judicial, ínfimos niveles de corrupción y uno de los sistemas parlamentarios más sólidos y maduros de Europa. Su actual liderazgo político, encarnado en la primer ministro Sanna Marin, de 36 años, ganó justa notoriedad en 2020 por la forma audaz y eficiente con que manejó la crisis pandémica. Hasta la llegada al poder del presidente Boric de Chile, Marin era la autoridad política más joven del planeta. (De hecho, ella apenas había cumplido 34 cuando accedió al cargo).

Casada con un futbolista que fue su novio de toda la vida y madre de una niña, Sanna Marin se convirtió en líder del partido Socialdemócrata cuando su antecesor, Antii Rinne, fue obligado a dimitir por la mala gestión de una huelga en el servicio postal público finés. Aquella crisis logró atajarse, entre otras razones, por el carisma y la frescura juvenil de Marin, que emergió con una mezcla inédita de experiencia, energía y talento administrativo.

En agosto pasado la trayectoria política de la primer ministro se vio manchada por un escándalo ligado a su vida personal. Varios videos filtrados a las redes sociales la mostraban “excesivamente alegre” en medio de una fiesta con presencia de celebridades, marcando contraste con la dura situación económica que atraviesan miles de sus compatriotas.

El pueblo finés es exigente. No tolera que sus políticos le mientan y suele hundir, en las encuestas, a los funcionarios que se muestran indignos de sus responsabilidades públicas. Como era lógico, pues, la popularidad de Sanna Marin ha caído en los sondeos de opinión: hasta un 42% de los ciudadanos de Finlandia la valoran peor luego de las filtraciones. Cercada por esta desaprobación y la presión de sus opositores, la primer ministro se sometió voluntariamente a un análisis toxicológico y demostró que no había consumido sustancias ilegales. Y cuando unos días después aparecieron fotos de unas amigas suyas en topless dentro de la residencia oficial de Kesaranta, en Helsinki, ofreció disculpas por algo que consideraba “inapropiado”.

El debate sobre la vida personal de Sanna Marin tiene menos relación con lo que hace en sus tiempos de ocio que con los efectos de ese ocio en su desempeño. Un líder político que consume drogas, obvio, no estará en las mejores condiciones para dirigir un país; los finlandeses, por su parte, se rehúsan a pagar impuestos para que la residencia oficial se convierta en escenario de orgías. ¡Claro que una chica de 36 años tiene derecho a divertirse! Lo que no puede hacer es despilfarrar el dinero público o atentar contra la lucidez que le exige su alta responsabilidad.

Pero si en Finlandia estas cosas están clarísimas, aquí en El Salvador no lo están, ni para las autoridades ni para la gran mayoría de ciudadanos. En el país báltico habría sido escandaloso que alguien demostrara, con una fotografía, que el familiar de un importante funcionario estuviera dilapidando recursos públicos. Aquí en cambio, acusado de algo que también puede señalarse a cientos de seguidores oficialistas, un ciudadano que viraliza una imagen de los guardaespaldas del hermano del presidente ¡es enviado a prisión!

¿Encuentra usted, amigo lector, la diferencia? Es la misma que distancia a El Salvador de Finlandia, con nevadas nórdicas incluidas; es la misma que separa a Sanna Marin de Nayib Bukele, aunque ambos sean millennials.