Dentro y fuera de El Salvador, no es poca la gente convencida de que acá se disfruta una seguridad envidiable. Eso es así, tanto en nuestro continente como en buena parte del resto del planeta. Y es entendible, pero para nada aceptable. Entendible entre la inmensa cantidad de personas que habitan las zonas donde la muerte se paseaba sin problema aterrorizando, desangrando y enlutando familias y comunidades enteras; ahora estas aplauden con razón la drástica, enorme y hasta envidiable reducción de asesinatos. Entendible más allá de nuestras fronteras, también, por la cantidad de recursos dilapidados para bombardear otros países con publicidad oficialista mediante la cual se presenta al nuestro como uno totalmente distinto al de la guerra y la posguerra, tras la instalación de Nayib Bukele hace cinco años en Casa Presidencial –por las buenas– para erigirse como el “enviado de Dios” que por su medio lo “sanó”. Entendible, insisto, pero ni cierto ni aceptable. Veamos porqué me atrevo a asegurar esto.

La mencionada disminución objetiva de muertes violentas intencionales, se alcanzó mediante tres iniciativas gubernamentales. Negociar y pactar con liderazgos pandilleriles al inicio de la administración actual, como también lo hicieron antes otras, fue la primera; imponer un régimen de excepción luego de haberse roto esa “tregua” para aminorar la mortandad y meter a la cárcel a más de 80 000 personas, incluidas muchas que no pertenecían a dichas estructuras criminales, fueron el otro par.

A lo anterior debe agregarse algo que ya venía ocurriendo desde antes y que arrancó exactamente el 16 de julio de 1993, al realizarse el primer patrullaje conjunto entre soldados y policías: el uso de la Fuerza Armada en tareas de seguridad pública. Esta medida se ha ejecutado desde entonces, de menos a más, hasta consumarse los afamados “cercos militares” en determinadas zonas con miles y miles de soldados acompañados por un puñado de policías nacionales cada vez menos civiles, mediante los cuales se han capturado unos cuantos –tres, cuatro o cinco– presuntos delincuentes. Conclusión de lo logrado por el “bukelato” hasta ahora: la salvadoreña no es una sociedad segura, como presume su caudillo, sino militarizada.

La seguridad a la cual deberíamos aspirar y ufanarnos como sociedad es la que Naciones Unidas define como aquella que protege “el núcleo vital de todas las vidas humanas”, mejorando tanto “las libertades” como “la realización de las personas”; aquella que protege a estas últimas de situaciones y amenazas críticas, graves, y más “presentes” o “extendidas”. Para ello, se deben impulsar procesos –no solo proyectos, programas o planes– basados “en las fortalezas y aspiraciones” comunes. Asimismo, se trata de generar “sistemas políticos, sociales, medioambientales, económicos, militares y culturales que, de forma conjunta, aporten a las personas los fundamentos para la supervivencia, el sustento y la dignidad”. De eso se trata la seguridad humana, que comprende dentro de sí la ciudadana.

Contra esta última conspiran la violencia física que, en sus diferentes manifestaciones, afecta a personas y colectividades; la misma es generada dentro del ámbito familiar así como por la delincuencia común y el crimen organizado, entre otros, y acá se ubican los estragos causados por la violencia pandilleril. Pero existen más tipos de inseguridades humanas como la económica, cuyas causas se ubican en la pobreza injusta e histórica de las mayorías populares, el desempleo y la falta de oportunidades; también está la alimentaria, que genera hambre y hasta hambrunas junto al incremento del costo de la vida. Agréguese la sanitaria, de la cual se derivan las malas condiciones de salud entre la población y una deficiente atención médica básica. Se deben considerar también las inseguridades ambiental, comunitaria y política dentro de la cual se ubican la represión y otras violaciones de derechos humanos así como la ausencia del Estado de derecho y la debida impartición de justicia.

¿Pasa ese examen El Salvador para que ahora el oficialismo lo ande presentando petulantemente, de arriba a abajo, como el más seguro del hemisferio occidental? Y si a todo lo anterior le agregamos la rampante inseguridad jurídica, ¿cómo queda este? No caigamos en la trampa de quienes se dedican a “vender humo”. Mucha gente cree que el país marcha bien, como ocurrió hace más de treinta años tras el fin de la guerra, y lastimosamente somos menos quienes tenemos clara la película. Pero la realidad se encargará de que, poco a poco, se vayan abriendo más ojos y mentes. Y eso no responderá a la denuncia “oenegera” de la violación del Estado de derecho, sino al dolor que le están causando y le causarán más a la población ‒con la “medicina amarga”‒ sus estómagos desechos. Por eso, la pretendida “seguridad” actual es como siempre ha sido acá: explosiva.