No portaba su documento único de identidad, pues apenas tenía 17 años de edad; pero trabajaba y aportaba para mantener el hogar donde convivía con sus hermanos y hermanas, su padre y su madre. Formaba parte de una familia “normal” que, entre las dificultades leves y complejas propias de una sociedad como la nuestra, iba pasando el día. “Familias perfectas no hay, pero sí hay familias unidas. Y yo era muy unida con mi hijo”, cuenta la madre de este joven. Durante el actual Gobierno, él es uno de los tantos desaparecidos en El Salvador. Al considerar todas las víctimas de dicho flagelo a lo largo de más de nueve décadas por el motivo que sea, el país debería ser visto como un gran cementerio clandestino. Además de otras tantas calamidades sufridas en el curso de su historia, este “dolor de patria” permanece vigente al no lograr sus parientes tener el consuelo de siquiera encontrar los restos humanos de sus seres queridos arrancados de su lado.

Hablo de nueve décadas, al establecer como primer referente “la matanza” iniciada el 22 de enero de 1932. Ching, Lara y Lindo se refieren a las innumerables fosas comunes en las cuales fueron sepultados los cadáveres de la población masacrada por órdenes del dictador Maximiliano Hernández Martínez, quien para enfrentar “el encarnizamiento y [la] contumacia de los delincuentes” debió ejecutar “severas medidas de represión militar”. Eso afirmó días después, pretendiendo justificar su carnicería ante la Asamblea Nacional. Los referidos enterramientos masivos aún se encuentran, como testigos mudos y escondidos de la barbarie, en el occidente patrio; y en la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, al día de hoy se tramitan al menos dos demandas de amparo relacionadas con esos hechos.

Más adelante, el Socorro Jurídico Cristiano sistematizó la realización de este ejercicio criminal en dos etapas. De marzo de 1966 al 15 de octubre de 1979 abarca la primera, durante la cual se contabilizaron más de 200 casos; la segunda, va desde ese día hasta el 31 de julio de 1981. Empieza el recuento con Leopoldo Fernando Soto Crespo, obrero de 49 años de edad originario de San Rafael Oriente –municipio del departamento de San Miguel– quien fue detenido y desaparecido por integrantes de la extinta Policía Nacional uniformados y de civil en la ciudad capital. Luego se reportan dos más en 1973 y otros cuatro en abril de 1975.

En este último año, al reprimir una protesta universitaria y popular el 30 de julio, arranca la desaparición forzada de personas como práctica sistemática estatal contra las voces críticas y los movimientos opositores. A lo largo de la segunda etapa referida por el citado organismo defensor de derechos humanos, fueron casi 700 las víctimas directas denunciadas. Superada la guerra, se terminó manejando una cifra mítica de alrededor de 8000. Digo mítica porque, en realidad, nunca se sabrá cuántas familias son las que siguen sin conocer el paradero de sus parientes que desaparecieron en esos años; muchas no denunciaron lo ocurrido por no saber adónde hacerlo, por no tener los recursos para ello o por temor. Mítica, además, por no incluirse en los listados del terror la desaparición de personas a manos de las fuerzas rebeldes de la época.

Al término del conflicto armado se pensó, con razón, que todo eso quedaría atrás. Y en realidad así ocurrió, al menos por un tiempo. Pese a que la intolerancia entre las dos fuerzas que hicieron la guerra siguió manifestándose alrededor de los eventos electorales, el desaparecimiento del rival político dejó de ser contemplado como un recurso para derrotarlo. Pasó el país casi una década en esas condiciones hasta que, por causas y fines electoreros, se comenzó a engendrar y fortalecer una fuerza delincuencial emergente y cada vez más peligrosa: la pandilleril. Desde la administración de Francisco Flores hasta la actual ‒entre “manos duras” y “súper duras”, medidas extraordinarias y endurecimiento de leyes, negociaciones y treguas‒ la desaparición de personas a manos de las maras volvió a ser el pan amargo de cada día, siempre en perjuicio de las mayorías populares.

Entre estas ahora también se habla de desapariciones forzadas, temporales en su mayoría, las cuales se atribuyen a agentes estatales. También, como antes, de fosas comunes. Ello, en el marco del régimen de “excepción” impuesto por una Asamblea Legislativa genuflexa ante Nayib Bukele. Sin ser agorero, debemos hacer sonar las alarmas para tratar –en una misión difícil, pero no imposible– de lograr que la gente entienda los peligros que acechan al país. Y un Estado desapareciendo personas por razones políticas, es de los más terribles y temibles.