“Si nos dejan...nos vamos a querer toda la vida, si nos dejan nos vamos a vivir a un mundo nuevo”. El título de esta romántica canción, surgida de la inspiración del maestro José Alfredo Jiménez, bien podría ser lema de campaña de los dictadores populistas del presente en América Latina y el Caribe; también de quienes aspiran a serlo. Algo de su letra restante, tampoco desentonaría dentro de la publicidad estridente de dichos personajes. Sino toda la vida, al menos una buena parte de esta ambicionarían ocupar el trono imperial prometiéndole un mundo nuevo y maravilloso a una población que ‒frustrada por sus condiciones de vida perennemente desfavorables‒ no avizora en el horizonte inmediato posibilidad alguna de cambiar su realidad para bien con “los mismos de siempre”. Llegan al cargo encaramados en el hartazgo popular, decididos a no dejarlo sin importar las reglas del juego.

“El Gobierno del levantamiento nacional quiere trabajar y trabajará”, dijo Hitler en su primer discurso oficial el 1 de febrero de 1933. Y sostuvo que este no era responsable de la “ruina nacional”. Por el contrario, se proponía “llevar la nación alemana por caminos ascensionales”. Había decidido, afirmó, “reparar en cuatro años los daños que durante catorce” fueron causados por otros. Pero dicho Gobierno, expresó entonces, no sometería tal “labor de regeneración a la aprobación de aquellos que provocaron la catástrofe”. Así emergió este sátrapa, posicionándose como el redentor que rápidamente consumaría su obra bajo el totalitarismo nazi.

Momentos antes, sostuvo que el régimen que iniciaba se sentía “animado por la grandeza del deber” que le incumbía: “contribuir”, en nombre de un pueblo “libre”, a mantener y consolidar la paz mundial necesaria entonces “más que nunca”. La historia registra el curso de los acontecimientos posteriores que desembocaron, de la mano férrea de Hitler, en el estallido de la Segunda Guerra Mundial y sus aterradoras consecuencias para la humanidad.

Por lo regular, así llegan estos sujetos al poder que alcanzan no pocas veces con una legitimidad de origen; es decir, mediante elecciones libres y secretas ‒aunque no siempre con una población bien informada‒ que ganan presentándose como únicos e imprescindibles para salir de la debacle social, aunque dispuestos a ser dizque convocantes y generosos en la victoria. Para lograr ese y sus otros rastreros objetivos, entre los que figura en primera fila hartarse el erario, mienten sin reparo ocultando sus reales y nefastas intenciones; al tener las riendas del país en sus manos, descalifican y rechazan cualquier otra participación para salir adelante mediante un esfuerzo común.

Se rodean de serviles dispuestos a hacer lo que sea para no caer en desgracia y apartan del camino a quien les estorba, persiguiendo y castigando implacables la crítica y la oposición. Se creen dioses...

He ahí el abecé de tan abominable calaña, que siempre cae en un ejercicio ilegítimo de la autoridad que le fue otorgada en las urnas. Esta es legítima cuando se practica de acuerdo a lo establecido en las leyes de manera justa, ética y transparente; lo contrario es lo que históricamente han padecido las mayorías populares en Centroamérica cuando se han montado mascaradas electoreras, realizado descaradas votaciones fraudulentas, ejecutado los acostumbrados “cuartelazos” o consumado golpes palaciegos.

De estos últimos quedaron atrás el de Argentina, perpetrado el 24 de marzo de 1976, y el de El Salvador del 15 de octubre de 1979. Cincuenta años transcurrieron ya del primero y 44 del segundo; en el país del Cono Sur se implantó una dictadura y en el nuestro se nos vino encima la guerra. A la distancia, con el paso del tiempo y los intentos buenos o no tan buenos por establecer en ambos una democracia aceptable y perfectible, ahora tenemos acá y allá dos aspirantes a tiranuelos: Nayib Bukele imponiendo su inconstitucional reelección por considerarse el ungido salvador de El Salvador, junto a Javier Milei demandando tres décadas y media en el poder para poder poner a Argentina en igual posición que el imperio estadounidense.

Ambos sin más ley que la suya y sin preguntar si los dejaremos. La pregunta nuestra, desde abajo y adentro donde habitan el hambre y el dolor, precisamente es esa: “¿Los dejaremos?”. Nada es eterno, dicen, pero no debemos permitir que duren una eternidad haciendo de las suyas. Para ello, la organización y la lucha por vivir en un país normal ‒afincado en el respeto irrestricto de los derechos humanos‒ son la solución. Lanssiers dijo que “cuando el pueblo pierde la ilusión de poder cambiar las cosas a largo plazo, tiene la tentación de cambiarlas de inmediato”; pero también dijo que, “por desgracia, quien vive de esperanza muere en ayunas”.