En ese entonces, se respiraban los aires frescos de la triunfante revolución sandinista y se escuchaba una consigna colmada de un desbordante triunfalismo: “Si Nicaragua venció, ¡El Salvador vencerá!”. Y se nos vino encima la guerra; guerra que para Nayib Bukele fue una farsa, pero para quienes vivimos bajo el régimen dictatorial previo y luchamos por derrotarlo terminó siendo la única forma de lograr que el país se encaminara hacia su democratización y –por tanto– a la vigencia de los derechos humanos de su gente sin distinción.
El problema no fueron los acuerdos para finalizar el enfrentamiento armado, los que según Bukele también fueron otra farsa; el problema fue el incumplimiento casi inmediato de tres compromisos incluidos en los mismos, fundamentales para la buena marcha de tan prometedor proceso. Esos son los otros grandes errores que permitieron que siguiéramos abatidos por la desigualdad y la exclusión, la inseguridad y la violencia.
El primero de esos adeudos es el de la superación de la impunidad, juzgando y sancionando a los responsables de graves violaciones de derechos humanos sin importar el bando al que hubieran pertenecido. Eso pactaron el Gobierno y la guerrilla; eso debió ocurrir después de la presentación del informe de la Comisión de la verdad. Pero el 20 de marzo de 1993 –cinco días después de dicho evento se aprobó una amnistía general, amplia, absoluta, incondicional y violadora de todos los estándares internacionales de derechos humanos correspondientes. Premiaron entonces a los criminales y castigaron a sus víctimas. En lugar de superarla, pues, fortalecieron la impunidad.
El segundo incumplimiento tiene que ver con la desmilitarización de la seguridad pública. No obstante haberse acordado, el 16 de julio de 1993 iniciaron los patrullajes conjuntos de policías y soldados; el uso “excepcional” de estos últimos para ello, establecido en la Constitución, pasó a ser permanente y creciente con el transcurso del tiempo. La Fuerza Armada ha ido así, progresivamente, retomando su anterior y nefasto rol en nuestra sociedad; hoy ya está a poco, sino es que ya está del todo, de volver a ser vista por los poderes dominantes y buena parte de la población como la “reserva moral” de la nación. Hay quienes sostienen que es fácil sacar a los militares de sus cuarteles, pero lo difícil es volverlos a meter.
El tercero de tan lamentables desaciertos fue desmontar el Foro para la concertación económica y social, cuyo objetivo era lograr –con la participación igualitaria de los sectores gubernamental, laboral y empresarial– “un conjunto de amplios acuerdos tendientes al desarrollo” nacional en estas materias, “en beneficio de todos sus habitantes”. Esta iniciativa se planteó como “un esfuerzo de concertación sostenido por fases para lograr acuerdos a ser aplicados de inmediato”, en función de estabilizar el país; además, para “atacar los problemas económicos y sociales derivados del fin de la guerra y otros propios de la reconstrucción”. Pero con el pretexto de las elecciones de marzo de 1994, suspendieron sus actividades para –en teoría– retomarlas después de aquellas. Nunca se volvió a activar.
Así las cosas, se mantuvo y profundizó la impunidad; además, sin éxito, se volvió a recurrir al ejército para “salvar” al país y las mayorías populares continuaron en su eterno estado de postración ante la criminalidad y la falta de oportunidades. En tales condiciones, Bukele capitalizó el descontento de una población frustrada después del sufrimiento de tantos años de preguerra y guerra; además, aprovechó su desencanto por el actuar de las administraciones gubernamentales anteriores. Cosechó, pues, lo que estas sembraron para empujar un proyecto que igualmente ya comienza a decepcionar. Eso explica su acelerado y altamente peligroso autoritarismo, ante la posibilidad real de que el pueblo asuma su debido protagonismo. A eso hoy, como hace 200 años, le siguen temiendo.