Hablar de lo que sucede en Ucrania actualmente debe pasar primero por despojarnos de la propaganda que quiere hacernos creer que hay un malo y un bueno en este conflicto. Ningún debate serio valdría la pena si nos basamos en ese tipo de influencias que pintan una agresión unilateral rusa surgida prácticamente de la nada, obviando crímenes contra civiles en la región de Donbás desde hace ocho años y violaciones a los acuerdos de Minsk el año pasado por parte de Estados Unidos y Europa en el mar negro. Deberíamos preguntarnos también porque ahora se pretende aplicar principios del derecho internacional a Rusia cuando estos mismos principios han sido ignorados en casos como Yugoslavia, Iraq, Afganistán o Siria.

Desde estas valoraciones, podría entenderse que algunos países optasen por mantenerse al margen. Sin embargo, es muy dudoso que estas sean las razones por las que El Salvador ha guardado silencio hasta la fecha.

Desde el golpe de Estado en 2014, Kiev impulso una estrategia ultranacionalista que planteo romper lazos económicos, políticos y culturales con Rusia y convertirse en pieza de la OTAN para prestar su territorio como amenaza. No obstante, difícilmente Ucrania será integrada a la OTAN. Un Senador republicano por el Estado de Misuri, Josh Hawley, plantea sus dudas en una carta enviada este mes de febrero al secretario de Estado, Antony Blinken: “No está claro que la adhesión de Ucrania sirva a los intereses estadounidenses. De hecho, el deterioro de las condiciones del entorno de seguridad global lleva a presagiar lo contrario”.

Ninguna guerra justifica la alta cuota de muertes que toda violencia militar reclama. Una vez más son los más pobres y excluidos, ahora los ucranianos, las víctimas principales en esta pugna de control y poder. Para la organización internacional CARE, ya hay 2.9 millones de personas en la parte oriental del país que necesitan asistencia humanitaria urgente.

Lo que sucede en Ucrania pudo haberse evitado. Estados Unidos es tan responsables de la escalada de este conflicto como lo es Rusia, que viene reaccionando primero desde intentos diplomáticos y ahora con una acción armada al verse cercada de bases militares estadounidenses y la OTAN, cuya expansión territorial al parecer les resulta innegociable.

Ya no existen más los Acuerdos de Minsk. Su incumplimiento por parte de todos los actores comprometidos a respetarlos los ha convertido solo en papel. Ahora, debe enfrentarse esta confrontación militar, cuyo impacto en El Salvador implicará, en un primer momento, nuevas alzas del costo de los alimentos a partir de un mayor aumento del precio de los combustibles y productos importados. El gobierno salvadoreño debería anticipar medidas al respecto y salir de su actual silencio. En la medida de que este silencio se prolongue, el mismo no puede interpretarse de otra manera más que como una penosa complicidad en el afán de garantizarse estar bajo el ala del que ahora considera el más poderoso.

México, uno de los 10 miembros no permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, ya se ha pronunciado en condena a la invasión de Rusia a Ucrania. No lo hizo Argentina, también miembro no permanente al igual que México. Tanto Brasil como Argentina no votaron por un pronunciamiento de condena de la Organización de Estados Americanos de la que Rusia y Kiev son observadores permanentes. Si votaron a favor los Estados de Guatemala, Belice, Costa Rica y Panamá. En el caso de Venezuela, el gobierno del presidente Nicolás Maduro no ha dudado en apoyar a Rusia, lo que también ha hecho Nicaragua, único país centroamericano que ha tomado abiertamente esta posición.

Los posicionamientos desde Centroamérica ciertamente podrían resultar poco relevantes en medio de esta confrontación de potencias, de las que definitivamente China no queda fuera. Voces más prudentes se distanciarían de ideas virulentas cómo alistar tropas de apoyo a Rusia y más bien podrían, como lo ha hecho Honduras, sumarse al llamado por una salida política. Posiciones intransigentes no ayudarán a encontrar salidas políticas. Una decisión ya tomada por Finlandia a finales de la II Guerra Mundial, seguida por Suecia y Austria, podrían apuntar el camino, pero la comunidad internacional deberá ser coherente en un rotundo rechazo al uso de la fuerza en aras de evitar que la justificación de ésta, ejercida por quien sea, alimente una escalada armada a nivel mundial.