Allí iba, imitando a Castro, el difunto, cuando recibía a alguna personalidad de cualquier signo, y quería parecer dicharachero, sencillo, y estudiadamente íntimo. Era lo que hacía Fidel Castro para exteriorizar complacencia y deferencia fraterna, más allá del debido protocolo de Estado. Los conducía desde el Aeropuerto Internacional José Martí de la Habana hasta el hotel o casa de protocolo asignada, conduciendo él mismo el auto oficial, sin guardaespaldas; solo ellos dos, el dictador y su invitado oficial.

Claro, este hombrón pasado de kilos no podría diseñar ni hilvanar un discurso de diez minutos con cierta coherencia, mucho menos de tres o cuatro horas como pudo hacerlo el dictador caribeño más promocionado de la región; ni Perón, Rojas Pinilla, Pinochet o Gaspar Rodríguez de Francia gozaron de tal distinción (ojo, tampoco el fugaz mil millonario Chávez), ni el singular tribuno colombiano Jorge Eliécer Gaitán, asesinado como Kennedy, por el poder fáctico del momento, por el “estado profundo”, como lo llaman ahora.

Este, no llevaba a nadie en la camioneta de lujo 4x4 que conducía por las calles de Managua, porque el invitado era él; pero necesitaba (a lo menos así lo asumía) mimetizarse como uno más del pueblo llano, que se encontraba entre amigos, protegido y seguro ante cualquier atentado ficticio o verdadero; como en casa, pues.

Llegó la noche anterior a la toma de posesión del dictador más longevo de América Latina, Daniel Ortega Saavedra. Cuatro mandatos seguidos, desde el 10 de enero del 2007, con el apoyo incondicional del expresidente Arnoldo Alemán quien le abrió las puertas del regreso junto a su partido, el Liberal Constitucionalista, a fin de evitar ser condenado por peculado y otros delitos afines.

Este dictador venezolano, investigado por la Corte Penal Internacional, por violación masiva de Derechos Humanos en Venezuela, y autoridades de los Estado Unidos por tráfico de drogas y otros delitos afines, se paseaba por las calles de Managua rumbo al hotel que le fuere asignado. Vestía un liqui-liqui color oscuro y lucía una pulsera de goma roja en su muñeca derecha, mientras que la izquierda mostraba un lujoso reloj suizo, de los tantos que posee. Gesticulaba, mientras le hablaba a un público inexistente en ese momento, a través de la cámara de filmación del camarógrafo oficial sentado a su lado.

“ Aquí estoy, en Nicaragua, Nicaragua bendita, en la Avenida Chávez-Bolívar, rumbo a la toma de posesión del Presidente Comandante Daniel Ortega...”. - No sabía que se llamaba así la tal avenida, pero es una impudicia ligar el nombre de un libertador republicano como Bolívar, con el de un dictador depredador como Chávez-. Lo cierto es que la singular vía que exaltaba era la de los árboles de la vida de Rosario Murillo, la vicepresidente reelecta. Árboles de metal alumbrados de luces de colores, y una figura de Chávez, igualmente iluminada, vestido de militar y boina roja; parecen cosas de brujería, diría.

Lo cierto es que ese video de Nicolás Maduro, me produjo una mezcla de asco y dolor, de pena ajena. Ver a este canalla iletrado profanando las calles de Sandino, la que dio al mundo un Rubén Darío, Pablo Antonio Cuadra, Ernesto Cardenal, Coronel Urtecho, Sergio Ramírez, Gioconda Belli, Daisy Zamora, Carlos Martínez Rivas, Pedro Joaquín Chamorro, Violeta Barrios, los Mejía Godoy, Roger Pérez de la Rocha, Sovalbarro, Alejandro Arostegui, Armando Morales, y tantos hombres y mujeres que ayer y hoy le han dado su vida y su genio al país, me pareció una profanación.

Y allí estaba, junto a dos más de su categoría humana, Díaz- Canel de Cuba y Juan Orlando Hernández de Honduras. Y los representantes de Rusia, China Corea del Norte, Bielorrusia, Bolivia, Argentina, Irán, y la Autoridad Palestina. Y por El Salvador, Sánchez Cerén y Funes (ambos asilados en Nicaragua y requeridos por la justicia de su país), solo faltaba la representación oficial de la Mara Salvatrucha y del Cartel de Sinaloa, para cerrar el espectáculo.