Hay quien dice que El Salvador nació “mal hecho” desde 1841, en el momento y la forma que se separó de la República Federal de Centroamérica. Fue el último en hacerlo entre los Estados que la constituían e irrumpió en la historia regional siendo bien chiquito, exageradamente tembloroso, repleto de volcanes, violento, desigual, clasista... En adelante se fue atiborrando de gente mal gobernada, casi siempre por regímenes militares o militaristas que anegaron su suelo con la sangre de las mayorías populares que lo han habitado durante casi dos siglos.

Una y otra vez han censurado, acosado, perseguido, asesinado y desaparecido a quienes se atreven a cuestionar semejante sometimiento; una y otra vez han reprimido las expresiones de rebeldía popular que, a lo largo de los años, pasaron de levantamientos en su campiña hasta dos guerras en poquito más de una década: la exprés con Honduras en julio de 1969 y otra interna bastante larga entre los ejércitos gubernamental e insurgente, de enero de 1981 a enero de 1992.

Cualquiera exclamaría: “¡Es una mierda de país!”. ¡Ojo “puritanada”!, favor leer una de las acepciones de esa expresión ‒muy del pueblo‒ en el Diccionario de la Real Academia Española: “Cosa mal hecha o de mala calidad”. Pero no todo ha sido desasosiego y desesperanza. ¡No! También ha habido oportunidades para cambiar el mal rumbo patrio; lamentablemente, se desperdiciaron. Las tres últimas y quizás las más valiosas tuvieron lugar en febrero de 1972, octubre de 1979 y enero de 1992. En apenas dos décadas, pues.

La primera se dio cuando triunfó la Unión Nacional Opositora (UNO) en los comicios realizados en febrero del primero de dichos años, la segunda tuvo lugar tras el derrocamiento del general Carlos Humberto Romero un sexenio después y la tercera se inauguró con la firma del llamado Acuerdo de Chapultepec, último de los alcanzados durante el proceso negociador entablado por las partes beligerantes enfrentadas entre sí de manera abierta y creciente.

Al candidato presidencial de la UNO –Napoleón Duarte– y al pueblo que lo eligió les arrebataron su legítima victoria mediante un fraude descomunalmente escandaloso fraguado y consumado por los militares, el golpe de Estado inicialmente exitoso se fue al traste porque retrógrados militares impidieron el cumplimiento de sus objetivos originales y los promisorios compromisos incluidos en el referido acuerdo de paz tuvieron su primer tropiezo cuando los militares genocidas se arroparon con la sucia cobija de la amnistía, para mantenerse impunes sin pagar la factura debida por la barbarie que encabezaron durante la preguerra y la guerra; esa impunidad también alcanzó para cubrir a los responsables de las atrocidades perpetradas por la exguerrilla.

He ahí una de las constantes que de manera permanente ha pervertido nuestra historia, cuya rueda patina recurrentemente en el mismo estercolero y se hunde cada vez más: el militarismo. Nunca, desde el final del conflicto bélico y hasta la fecha, he aplaudido el actuar de los Gobiernos de Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) y del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Hubo quizás algunas excepciones, muy puntuales, de asuntos que no critiqué. Pero a lo largo de los mismos batallé -desde mayo de 1993 hasta julio del 2016- contra la mencionada amnistía por ser esta la infame piedra en los zapatos que le servirían a El Salvador para avanzar hacia una sociedad aceptablemente democratizada, por estar garantizado el respeto irrestricto de los derechos humanos. Y a más de 23 años de aprobada, logramos derrotarla al ser declarada inconstitucional.

Pero ahora Nayib Bukele la está reviviendo de hecho, en función de hacer de los militares su bastión principal e intocable para enfrentar lo que está por venírsenos encima tras su casi segura, inconstitucional y abusiva reelección: la profundización de la desigualdad, la pobreza y la exclusión generadoras de descontento y aflicción popular, pero también de movilización y protesta desde el “abajo y adentro” del país. Por eso y no porque vaya a guerrear con el vecindario, está rearmando hasta los dientes y agrandando la entidad castrense; así, ha crecido su accionar abusivo en perjuicio de población vulnerable. En tal escenario, él mismo se publicita en las llamadas “redes sociales” apuntando a las alturas con sofisticadas armas de grueso calibre, posando como una especie de “Rambito” enclenque y “encachuchado”.

Al igual que Ortega en Nicaragua, pues, Bukele nos está metiendo aceleradamente en –como apuntó Lanssiers– “otro concepto de la política: la era mesiánica del terror”. Ante eso, ¿no hay remedio? ¡Claro que sí! Busquemos en nuestra historia las experiencias de rebeldía popular ante la injusta canallada, para organizarnos y luchar en su contra sin repetir los errores pasados.