Sin testigos. Esa fue la orden terminante que recibieron los militares ejecutores de la operación de aniquilamiento físico de Ignacio Ellacuría, de sus compañeros jesuitas y de sus dos colaboradoras. Y la cumplieron casi a cabalidad. Estos asesinatos del 16 de noviembre de 1989, como el del arzobispo metropolitano Óscar Arnulfo Romero el 24 de marzo de 1980 y los del jesuita Rutilio Grande y sus dos colaboradores, el 12 de marzo de 1977, tienen en común que se trata de sacerdotes (jesuitas, menos el arzobispo Romero). Pero aún más: Ellacuría, los otros jesuitas que fueron asesinados junto a él, el arzobispo Romero y Rutilio Grande, habían adoptado una visión crítica de la realidad y, como era de esperarse, obraban en consonancia. De algún modo, se habían salido del área de influencia del pensamiento conservador que hasta el día de hoy abrasa a la sociedad salvadoreña.

Cuando se examina con cierto detalle la saga teórica (filosófica y teológica) de Ignacio Ellacuría, por ejemplo, y se atienden sus mojones clave en la línea del tiempo, resulta que hay ciertos momentos especiales en los que Ellacuría muestra un fino análisis de situación, que le permite intervenir con cierta eficacia en los procesos identificados.

Y no es que Ellacuría tuviese razón en todas las proposiciones que formulaba, de ningún modo, sino que su trazo analítico iluminaba, ayudaba a comprender, torpedeaba maximalismos y generaba líneas de discusión. Claro, se dirá, en un país en guerra, esto de la discusión resultaba complicado. Y lo fue, pero Ellacuría y la red de trabajo que lo acompañó hasta su muerte, le dieron vida a un hecho que pocas veces se ha valorado con precisión: Ellacuría estaba al frente de un corredor de pensamiento universitario que, a medida que pasa el tiempo y El Salvador se va complicando más, no puede menos que extrañarse.

Los asesinos intelectuales (los integrantes del ‘alto mando’ de la Fuerza Armada de 1989) y los gatilleros que materializaron esa orden de aniquilamiento, no tuvieron (ni tienen, para los que aún viven) ni idea de quién era Ellacuría, y mucho menos qué clase de plataforma deliberativa había constituido. Si estos pobres-hombres-militares hubiesen leído y comprendido una sola página del rector de la UCA, quizá tal vez más de alguno se habría detenido. Pero no. La brutalidad y la obnubilación ideológica (¡la ideologización que llamaba Ellacuría!) no les permitió parar en mientes.

Parece increíble, pero los autores intelectuales (en los materiales no vale la pena detenerse) de los asesinatos del 16 de noviembre de 1989 llegaron a creerse sus propias mentiras y, entonces, imaginaron dar un golpe de mano al mando guerrillero salvadoreño. ¡Nada más absurdo que eso!

Esos asesinatos no habrían tenido lugar si Ellacuría no hubiese regresado desde España, donde se encontraba a inicios de noviembre de 1989. ¿Por qué se vino? De acuerdo con la información escrita que ha quedado registrada, el ministro de la presidencia del gobierno de aquel entonces le escribió para hacerle saber que el presidente formaría una comisión para investigar los recientes hechos de violación a los derechos humanos, entre ellos el feroz atentando contra la sede sindical de FENASTRAS, el 31 de octubre, donde Febe Velázquez, su secretaria general y otras personas más perecieron.

Desde España respondió Ellacuría: ‘Estoy abrumado por el hecho terrorista, estoy dispuesto a trabajar por la promoción de los derechos humanos, estoy convencido de que el presidente Cristiani rechaza este tipo de hechos y de que con buena voluntad propone para este caso este mecanismo, quisiera apoyar todo esfuerzo razonable para que prosiga el diálogo/negociación de la manera más efectiva posible’. Y se vino. Primero llegó a Guatemala y recibió la llamada, desde San Salvador, del provincial jesuita, José María Tojeira, quien le dijo que lo prudente sería esperar un poco. Pero no, Ignacio Ellacuría, auscultador incisivo de la coyuntura nacional, creyó que ese momento, que tenía como telón de fondo la ofensiva guerrillera de noviembre era una circunstancia propicia para hacer avanzar la perspectiva negociadora de la guerra.

El día 12 de noviembre, entre las 9 y las 10 horas una patrulla militar había ingresado a las instalaciones de la UCA para hacer un registro. El día 12 de noviembre, como a las 11 y 30 horas, la Policía de Hacienda entró en el Centro Loyola, también regido por los jesuitas, y situado como a un kilómetro y medio de la UCA. El cerco y acoso sobre Ellacuría y los demás jesuitas estaba en acción. Entonces había comenzado el operativo de su asesinato. Sí, porque después hubo un cateo militar a la residencia jesuita, el 13 de noviembre, a cargo de efectivos del Batallón Atlacatl, casi con los mismos efectivos que tres días después llegarían a cumplir la misión de aniquilamiento. Ahora se comprende bien: fue un cuidadoso reconocimiento del sitio a donde regresarían a cumplir la misión asignada.