Dos horas antes (16 y 30 horas) del cateo del Batallón Atlacatl a la residencia jesuita, el 13 de noviembre, Ellacuría había regresado a El Salvador. Entró por el aeropuerto de Comalapa. Los autores intelectuales de su asesinato lo supieron de inmediato, como era de esperarse. Y al ingresar a las instalaciones de la UCA, los policías de Hacienda apostados en la entrada debieron haber reportado su ingreso. Por eso resulta lógico el cateo del 13 de noviembre, porque querían asegurarse de que ‘el objetivo’ había entrado en ‘la jaula’.

Así, ya instalado en la residencia jesuita habitual, el 13 de noviembre, Ellacuría tasó la envergadura de la ofensiva guerrillera y el tipo de respuesta gubernamental. Antes de la llegada de los militares que realizarían el cateo, Ellacuría se reunió por unos minutos con el provincial jesuita.

Como los militares ingresaron con prepotencia y mostrando un comportamiento agresivo, Ellacuría se hizo presente e increpó al oficial a cargo y le exigió una orden especial para realizar ese registro y negó autorización para ello. Los militares, obvio, hicieron caso omiso y procedieron a concretar su cometido.

La ofensiva guerrillera iniciada el 11 de noviembre estaba poniendo en aprietos al Gobierno y sobre todo a la Fuerza Armada. Y no es que hubiesen sido sorprendidos por la ofensiva, porque ya la esperaban, dado que los informes de inteligencia militar detectaron movimientos de tropa insurgente en todo el entorno metropolitano. Lo que pasaba es que no sabían la modalidad operativa de esa ofensiva ni todos los objetivos específicos, pero sí estaba en el pronóstico su realización.

El nuevo gobierno que asumió el 1 de julio de 1989, encabezado por el empresario Alfredo Cristiani, desde antes de la toma de posesión se planteó la resolución negociada de la guerra. Y es en este punto donde la intermediación de Ignacio Ellacuría jugaba un papel clave. Los contactos para iniciar un proceso de diálogo y eventual negociación iniciaron pronto. Pero la mesa se empantanó cuando el tema ‘Fuerza Armada y su depuración’ hizo su aparición.

Los autores intelectuales del asesinato de Ellacuría y sus compañeros y colaboradoras tenían claridad meridiana que la ofensiva guerrillera tenía un capítulo de presión para la negociación, y que si esta se producía ellos (los militares de alto rango) serían el chivo expiatorio. En su rudimentario análisis los jefes militares comprendían que Ellacuría estaba jugando el papel de ‘interlocutor confiable’, tanto para Cristiani como para los dirigentes insurgentes. Los ataques a los jesuitas en El Salvador venían desde inicios de la década de 1970. Y a Ellacuría en particular, también. Hay un registro pormenorizado de eso que valdría la pena consultar para certificar que lo ocurrido el 16 de noviembre de 1989 fue el corolario de un obstinado odio que por fin pudieron materializar los enemigos de la inteligencia y del buen razonar.

Las notas que Guillermo Benavides tomó de las dos reuniones decisivas del 15 de noviembre, en las que él estuvo y también los máximos jefes militares, es una muestra palpable del ‘estado de ánimo’ de los militares y de sus voliciones más íntimas en cuanto a las acciones a tomar frente a una situación de guerra que se les había salido de las manos. En la primera de esas reuniones estuvieron todos los máximos jefes castrenses y expusieron sus opiniones sobre la situación. Y en la segunda es cuando el jefe del Estado Mayor Conjunto, René Emilio Ponce, le da la orden a Benavides de asesinar a Ellacuría y no dejar testigos.

La noche del 15 de noviembre, cerca de las 19 y 30 horas, un grupo de jefes militares, dentro de los que estaban los del ‘alto mando’ de aquellos años, deliberó acerca de la situación militar creada por la ofensiva guerrillera, y una de sus conclusiones apuntó a Ignacio Ellacuría y lo que él significaba. De acuerdo con lo declarado por Ricardo Espinoza Guerra, el teniente que dirigió el operativo de asesinar a los jesuitas, a las 23 y 15 horas, Guillermo Benavides (coronel en aquel momento y director de la Escuela Militar) ordenó el asesinato de los jesuitas.

El 14 y el 15 de noviembre, Ellacuría intentó comunicarse con Alfredo Cristiani, pero no tuvo éxito. Después del cateo del 13 de noviembre Ellacuría planteó a los otros jesuitas de la residencia en la que estaban, que si no se sentían cómodos podían irse para Santa Tecla. Solo Rodolfo Cardenal optó por salir y por eso sobrevivió. Rolando Alvarado, el jesuita asistente personal de Ellacuría, no vivía allí sino en Santa Tecla, pero estuvo con los jesuitas de la UCA hasta antes de las 5 de la tarde del 15 de noviembre. El provincial jesuita, José María Tojeira, vivía a unos 40 metros de la residencia jesuita, y quizás eso no lo supieron con precisión los militares y por eso no fueron por él.