El editorial del pasado 27 de octubre de Diario El Mundo, tocó un tema de extrema sensibilidad para la humanidad, en particular para los países, y las personas forzadas, por uno u otro motivo, a emigrar a otras latitudes, idiomas, climas, culturas en busca de la supervivencia elemental de cualquier humano: la vida y lo que conlleva.

El editorial señala el origen de una de las mayores emigraciones forzadas de la historia, la venezolana. Son más de siete millones de hombres, mujeres y niños que se han visto forzados a huir, a veces solo con un morral al hombre y sus documentos de identidad protegidos en una de esas bolsas Ziplock de plástico transparente, a fin de guardar su identidad. Quizá no ante una autoridad fronteriza malhumorada, sudada y mal rasurada, sino para saberse existente.

Alguien, un ser humano que nació y creció en una parte determinada de este planeta. Que alguna vez corrió en un patio junto a otros de su edad, que alguna vez se enamoró, se cayó, tiene madre, quizás un terreno donde sembrar y una casa donde guarecerse. En definitiva, identidad y pertenencia, que hoy cuelga bajo su camisa. Siete millones deambulando por América, subiendo la cima de Sísifo.

Se dice, se escribe con naturalidad, pero ese número de seres humanos son un país. Son más personas que todas los que viven en Panamá, El Salvador o Costa Rica, y casi la población total de Suiza y, muchísimo más de quienes se asentaron en un territorio cuando Israel fue fundado en 1947.

Si en un juego de imaginación, las Naciones Unidas descubren un territorio factible para albergar a siete millones de personas y se lo asignara a la diáspora venezolana, muy pronto tendría una Constitución, un cuerpo de leyes, un sistema de seguridad, escuelas, fábricas, carreteras y...una identidad y pertenencia.

A los primeros que salieron huyendo de la antigua Capitanía General de Venezuela los llamaban en los Estados Unidos “los balseros del aire”, en alusión a los balseros cubanos que llegaban a la costa de Florida en precarias embarcaciones, más parecidas a la balsa Kon-Tiki del explorador noruego Thor Heyerdalh, quien en 1947 intentaba probar que los pobladores de la Polinesia habían llegado de la costa del Pacifico peruano; en tanto que esos primeros venezolanos que huyeron de su país, arribaban en avión.

Eso fue en la primera década de la infamia, llamada Socialismo del Siglo XXI, ahora ya ni nombre tiene. Fueron hombres y mujeres, familias precavidas que visualizaron hacia dónde se dirigía el país. Fueron empresarios, estudiantes, profesionales de la ingeniería, de la medicina, la arquitectura, músicos, chefs de cocina, directores musicales, técnicos, científicos quienes pudieron de una u otra manera, asentarse con cierta o mayor seguridad en los Estados Unidos, España, Chile, Panamá, Australia, Canadá o Colombia. En realidad en cualquier país eran bien recibidos, porque se enriquecía con la llegada de talentos o inversiones.

Luego se dio la segunda, tercera y, quizás hasta la cuarta oleada, conocida como la del Darién, por la selva tropical que separa Colombia de Panamá, zona obligada de paso donde no se llega en balsa o en avión para atravesarla hacia Centroamérica, llegar a México y de allí a la ilusión de Estados Unidos.

Antes de esta cuarta (en realidad, sin solución de continuidad) son esas imágenes desconcertantes no acostumbrados a ver, de venezolanos pidiendo comida o dinero, en condición de abandono por las calles o carreteras colombianas y centroamericanas o, embarrados, exhaustos, desconcertados, del Darién.

En México, ya conocemos lo que sucede.
La humanidad se ha sorprendido, no sabe cómo solucionar, detener esta emigración masiva. Y en verdad, asumiendo la realidad, somos los venezolanos quienes debemos actuar, adentro, desde el exterior, rebelándonos contra la narcotiranía que disuelve la nación y fragmenta el territorio. Actuar por todos los medios para alcanzar la libertad, en las calles, la clandestinidad, llanos y montañas, de frente, con la asistencia de países y organizaciones comprometidas con la democracia y la decencia existencial.