Jamás pensé que preguntaría eso sobre algo dicho por Nayib Bukele. Y es que desde que se inició como político hace más de una década –igual que Mauricio Funes cuando abandonó el periodismo y se metió al proselitismo– nunca me inspiró ni credibilidad ni confianza. Así he permanecido a lo largo de esos años con sus mensajes tuiteros, sus discursos adaptables y mediocres, sus expresiones cargadas de odio, sus entrevistas con declaraciones cambiantes y hasta contradictorias, lo dicho en sus escasas apariciones públicas con fines electoreros y luego en sus cadenas mediáticas tras asumir las riendas del Órgano Ejecutivo en el 2019, cuando lo hizo ciñéndose de manera aceptable a lo establecido por las reglas del juego. Y peor ahora que menciona a Dios a cada rato.

Pero al entronizarse en la silla dictatorial este primero de junio, quedó flotando en el ambiente algo que expresó al final de su remedo de prédica cuando desde el balcón de un depredado Palacio Nacional ‒cual emperador milénico vestido para la ocasión– le demandó a la masa, acarreada o no pero congregada a sus pies, un compromiso que coronó con algo nada extraño en él.

Obviamente, en el marco de una puesta en escena propia de los caprichos del expresidente constitucional convertido ya en déspota desde entonces, fueron muchas las manos alzadas y las voces repitiendo las siguientes palabras pronunciadas a pausas por este: “Juramos defender incondicionalmente nuestro proyecto de nación siguiendo al pie de la letra cada uno de los pasos, sin quejarnos”. En principio, rechazo de plano que exista en nuestro país un proyecto de nación. Lo que hay, lamentablemente, es uno familiar con asesores poco fiables ‒si pensamos en colectivo‒ que es impulsado en maridaje con el poder oligárquico y está apuntalado por el alto mando militar junto a la superioridad de la corporación policial.

Las condiciones para elaborar un verdadero proyecto de nación se delinearon entre el 4 de abril de 1990 y el 16 de enero de 1992. Primero se firmó en Ginebra el acuerdo con el cual arrancó el proceso de negociación entre el Gobierno y la guerrilla de la época, en función de terminar la guerra; dicho proceso culminó en la segunda fecha dentro del castillo de Chapultepec, en la ahora Ciudad de México. Así, asomó la posibilidad de avanzar hacia la democratización del país, el respeto irrestricto de los derechos humanos de toda la población y la reunificación de la sociedad. La formulación de esto último no me pareció atinado, pues nuestra sociedad en ningún tiempo había estado unida en función del bien común.

No obstante, a partir del cese al fuego esos eran los componentes esenciales del escenario más apropiado para plantearse la gran tarea: la confección y la puesta en marcha de un proyecto de nación elaborado y materializado con la participación consciente, informada y organizada de la población.

Sin embargo, esto último no pasó. El único intento fallido por lograr parir un “Plan de nación” se dio durante la administración de Armando Calderón Sol, con una visión elitista; es decir, de arriba hacia abajo... pero sin bajar mucho. Un reducido grupo de personas “notables”, dentro del cual se repetían algunas de las que negociaron los acuerdos arriba mencionados, elaboró el documento que luego presentaron a sectores sociales y profesionales diversos para escuchar sus aportes; eso sí, sin llegar hasta la población que habitaba adonde el hambre y la sangre no solo inquietaban sino que aterraban. A final de cuentas dicho documento fue engavetado por el presidente Francisco Flores, cuando sustituyó a Calderón Sol.

Y ahora resulta que un gentío entuturutado por el mesiánico autócrata alza su mano para jurar defender un “proyecto de nación” inexistente. Como ya se apuntó lo que ciertamente hay es uno propio de un círculo muy cerrado de minorías privilegiadas dentro de las cuales se encuentran ‒con la “grata” compañía de grupos oligárquicos‒ él y su familia; probablemente también algunas de sus amistades más cercanas y de sus funcionarios más serviles, entre los cuales asoman quienes ocupan las máximas jefaturas militares y policiales. Espero no dejar fuera a nadie más, aunque probablemente puedan tener o ya tuvieron cabida algunos prelados y pastores arrastrados.

Finalmente, aclaro porqué pregunto si Bukele tiene razón. Pues, además de lo anterior, sostengo que no la tiene porque ese juramento lo remató ordenándole a la gente no quejarse. Eso no me parece, si de agachar la cabeza se trata para seguir aguantando sus abusos y atropellos. Solamente quejarse por estos no sirve de nada. Está bien hacerlo; pero también hay que indignarse, organizarse y rebelarse contra la injusticia y la represión. Si no, nos va a llevar la... que nos trajo.