Leer alimenta el alma, porque la lectura es una de las piedras angulares del conocimiento. Leer aumenta nuestra curiosidad y conocimientos, despierta nuestra imaginación y nos mantiene informado. Una persona que lee suele inspirarse y llega a conocerse mejor. Poder leer es maravilloso. Todos deberíamos poder leer y escribir.

Los resultados de la Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples del Banco Central de Reserva (BCR) de El Salvador dada a conocer la semana pasada señala que el 9.7 por ciento de la población salvadoreña no sabe leer ni escribir, lo que equivale a 522 mil 403 personas mayores de diez años. Los datos son similares a la de los años anteriores. En 2018 la cantidad de analfabetas era de 562 mil salvadoreños; en 2019 subió a 566, en 2020 bajó a 516 mil y en 2021 la cifra fue de 537 mil. Es decir que en 2022 hubo una pequeña disminución al llegar a los 522 mil

Como parámetro universal se considera a una persona analfabeta cuando tiene más de diez años de edad y no puede leer ni escribir. Los niños de nueve años o menos están en la edad factible de considerarse como “normal” que no puedan leer y escribir, en el entendido que pueden iniciar el proceso de aprendizaje y adquirir ambas habilidades tan elementales para la calidad de vida.

Las estadísticas señalan que es en el segmento de personas de más de 60 años, donde hay más analfabetismo, lo cual es entendible, pues el 28.3 por ciento de ese grupo etario no puede leer ni escribir. Luego los porcentajes van disminuyendo conforme baja la edad, de tal modo que entre los niños y adolescentes de entre 10 y 14 años solo un 1.6 por ciento no tienen dichas habilidades. La misma encuesta señala que el promedio de analfabetismo es mayor en mujeres que en hombres, lo cual es entendible especialmente en la zona rural, donde aún hay resistencia a que las niñas estudien.

El Estado debe apostarle a una política de “cero analfabetismo” a través del Ministerio de Educación, incluso crear de manera temporal debe crear una instancia enfocada directamente. Hay que crear estrategias que corrijan ese defecto de país y desarrolle formas y modelos de enseñanza. Los futuros bachilleres, por ejemplo, deberían realizar sus horas sociales enseñando a leer. Los futuros pedagogos, en vez de estar “estudiando lo ya estudiado por estudiosos que han estudiado el estudio” (nada), deberían hacer de la enseñanza de la lectura y escritura una forma práctica y esencial de servicio social.

La instancia a crear debe ser de carácter técnica y no con fines ideológicos. Recordemos que durante el Gobierno del exmandatario Salvador Sánchez Cerén se declaró a El Salvador “libre de analfabetismo”, cuando en realidad eran cientos de miles los compatriotas que no sabían leer ni escribir. Pura demagogia. También recordemos que leer y escribir no es suficiente para entender, comprender e interpretar, porque leer con criterio da el conocimiento cargado de conciencia. En todo caso, saber leer y escribir es lindo porque nos permite explorar el mundo y entender mejor la vida misma.

Es muy triste encontrarse a persona que literalmente no saben leer y escribir. A mediados de la década de los 80 yo era un adolescente que vivía en Olocuilta y tenía como vecina a doña Marta, quien tenía un hijo “revolucionario” en Nicaragua, quien le mandaba cartas “clandestinas” que ella me pedía que se las leyera. Ella siempre terminaba llorando y después me dictaba una carta para su hijo, la que luego entregaba a su “contacto clandestino”. Ella era muy corta de léxico y apenas me dictaba un párrafo, pero yo le hacía una carta larga con frases bonitas cargadas de emoción y recuerdos que ella me contaba. Yo nunca conocí en persona a su hijo, pero cuando ella hablaba de él lo hacía con tanto entusiasmo reflejado en el brillo de sus ojos que perfectamente me lo imaginaba siendo niño y adolescente cuando decidió marcharse a sus sueños. Un día su hijo fue enviado a su primera incursión militar en el norte de Morazán y pasó tres meses sin escribirle, hasta que el “correo clandestino” llegó y ella corrió a mí para que le leyera la misiva. Su hijo le contaba que le iban a amputar una pierna y que estaba feliz porque gracias a su amputación iba a entrar becado a la universidad.

El hijo de doña Marta no resistió la operación y murió en Nicaragua, donde fue sepultado. Cuando seis meses después le leí la última carta que le enviaron notificándole sobre lo ocurrido a su hijo, le mentí al decirle que la misiva decía que sus últimas palabras habían sido para ella, pidiéndole perdón y diciéndole cuanto la amaba. Recuerdo que le dije que la carta cerraba con un “mamá, te espero en el cielo”. Jamás le leí la parte que decía que tras cuatro meses en coma había muerto por la grave infección en la pierna amputada.

Doña Marta aún vive. Es una ancianita a la que suelo visitar de vez en cuando. Vive sola y gracias a la caridad de gente buena siempre tiene lo necesario. Se irá de este mundo sin haber aprendido a leer y a escribir, sin haber vivido la emoción de una historia de suspenso, sin haber liberado a través de la lectura sus emociones y su intelecto. Un día me dijo que le faltaba poco para reencontrarse con su hijo y que ella recordaba que en la última carta él le había escrito “Mamá, te espero en el cielo”. Doña Marta no recordaba que yo le había leído esa carta y que por una mentira piadosa había inventado la frase. Leí con el alma.