Desde siempre, como profesional de la salud pública y la epidemiología, he sostenido que, muy a pesar de la retórica gubernamental, el manejo de la pandemia en El Salvador ha sido, sino un total fracaso, una estrategia bastante pobre y fallida desde el punto de vista de la salud pública y la contención de epidemias. Nuestro país comenzó, emulando al modelo chino localizado en la región de Wuhan (menos del 1 % de la población de China), el 14 de marzo decretando un “Estado de emergencia nacional, estado de calamidad pública y desastre natural”, que un día después, se tradujo en un confinamiento de la población total, y no del 1 % en todo el territorio nacional.

Esto se complementó con el cierre de fronteras, y penalización para la ciudadanía salvadoreña, quienes desafortunadamente se encontraban regresando al país: les encerraron en centros de confinamiento improvisados, los cuales, luego de un tiempo, y debido a la falta de planificación y capacidad, se convirtieron en verdaderos centros de contagio, que causaron no solo la exposición al nuevo virus, sino la muerte de hombres y mujeres, profesionales, padres y madres de familia, hijos, hijas, hermanos, hermanas.

La movilidad de la ciudadanía salvadoreña se paralizó por completo, la economía se derrumbó, los niveles de pobreza aumentaron dejando a miles de familias caer bajo los cascos del caballo negro. Por espacio de 163 días, estas medidas draconianas se mantuvieron, hasta que una resolución de la Corte Suprema de Justicia logró liberar al pueblo salvadoreño de su encierro. De la noche a la mañana se pasó de un régimen de encierro a una libertad total, donde el Ejecutivo, a través del Ministerio de salud transfirió toda la responsabilidad de la protección contra el virus a la ciudadanía. Esto con el agravante de presentar uno de los mayores subregistros en el número de casos y muertes por COVID-19 en el continente americano.

La contención de la epidemia es responsabilidad suya y mía, y se está manejando en un túnel de tal oscuridad, que ni las manos nos vemos, debido a la falta de transparencia de información sanitaria. Mentir en nombre de los principios, tratando de meter al mar en una botella. La verdad, dicen que, como el ave fénix, siempre y con el tiempo levanta su vuelo, especialmente con los cambios de viento. Y al parecer, esos vientos comienzan a surgir.

La prestigiosa universidad John Hopkins en Baltimore, Estados Unidos, publicó el pasado mes un importante estudio sobre el impacto que cuarentenas y confinamientos tuvieron sobre la mortalidad por COVID-19. Más de 18 mil estudios fueron identificados y sometidos a tres niveles de selección, 34 estudios finalmente calificaron. Se separaron en tres grupos: estudios de índice de rigor de cierre, estudios de orden de refugio en el lugar (SIPO) y estudios específicos de NPI (Intervenciones no farmacológicas). Un análisis de cada uno de estos tres grupos apoya la conclusión de que los cierres han tenido poco o ningún efecto sobre la mortalidad por COVID-19. En concreto, los estudios sobre el confinamiento han revelado que los cierres en Europa y Estados Unidos solo redujeron la mortalidad por COVID-19 en un 0,2 % de media. Los SIPO tampoco fueron eficaces, ya que solo redujeron la mortalidad por COVID-19 en un 2, 9% de media. Los estudios específicos de NPI tampoco encuentran pruebas de base amplia de efectos notables sobre la mortalidad por COVID-19.

Aunque este metaanálisis concluye que los cierres han tenido poco o ningún efecto sobre la salud pública, sí han impuesto enormes costes económicos y sociales allí donde se han adoptado. En consecuencia, las políticas de cierre están mal fundadas y deben ser rechazadas como instrumento de política pandémica, concluyen sus autores.

Es cierto, al inicio de esta crisis sanitaria, la información sobre el nuevo virus y su comportamiento era limitada. Sin embargo, la ciencia actuó de una manera sin precedentes. Probablemente yo y algunos de mis familiares estamos vivos, por el avance impetuoso de la investigación médica y científica. Por otro lado, nuestros líderes sanitarios salvadoreños han actuado en contra de su juramento hipocrático: Primum Non Nocere (Lo primero es no hacer daño).