Hace un par de años, en este mismo espacio, compartía mi preocupación por vivir en un país seguro que permitiera que todos los niños y jóvenes ejercieran sus derechos y gozaran de las oportunidades necesarias para desarrollarse plenamente. También señalaba que detrás de mi preocupación también había un motivo egoísta: mis sobrinos. Después de todo, los hombres adolescentes y jóvenes tenían un alto riesgo de morir de forma violenta, de ser acosados, violentados y estigmatizados, no solo por grupos delictivos sino también por el ejército y la policía. Los años han pasado, funcionarios “diferentes” ejercen el control de las fuerzas de seguridad, y aunque dichos funcionarios y el propio presidente aseguren en cadena nacional que ahora vivimos en «el país más seguro de América Latina», El Salvador sigue sin ser seguro para que los niños, adolescentes y jóvenes crezcan sin la amenaza de ser víctimas de la violencia o del abuso del poder estatal, porque «no andar metido en algo malo» jamás ha sido garantía de nada en nuestro país.

Es innegable que las cifras de homicidios se han reducido drásticamente, pero siempre queda la duda de cuánto va a durar. En medio del supuesto éxito del plan control territorial, nuestro país vivió uno de los fines de semana más violentos que costó la vida de por lo menos 87 personas. La respuesta gubernamental ha sido la misma que los gobiernos anteriores: la represión, con la particularidad de que ahora esta ha sido acompañada de un estado de excepción, el cual no solo se ha traducido en detenciones masivas, sino también en un instrumento para el abuso de poder con numerosas denuncias de detenciones arbitrarias y violaciones de derechos de las personas detenidas. Carece de congruencia que una sociedad que ha sufrido tanto bajo la sombra de la inseguridad y la violencia, esté dispuesta a justificar tales injusticias porque «quien nada debe, nada teme», porque a las personas inocentes el sistema les absolverá, como si el propio estado de excepción no vulnerara la presunción de inocencia y las garantías judiciales de las personas detenidas, o como si nuestro sistema de judicial fuera independiente, imparcial y efectivo al momento de dictaminar justicia.

A estas alturas de nuestra historia, ya no debería ser aceptable que la única forma de combatir la violencia e inseguridad sea con más policías y soldados, esto solo refleja la poca comprensión de las complejidades del fenómeno, del desconocimiento de sus causas estructurales y de un aparato gubernamental interesado en mantener niveles de popularidad, pero no en resolver verdaderamente el problema. Esto último se vuelve aún más evidente al escuchar el discurso presidencial luego de tres años de asumir el poder: convencer que el plan control territorial es un éxito y justificar el estado de excepción, pero omitiendo cuáles son las acciones gubernamentales de prevención de la violencia: ¿cómo se garantizará que nuestras niñas, niños y adolescentes tengan acceso a la educación? o ¿cómo se garantizará que las escuelas sean espacios seguros para su aprendizaje y desarrollo?

A pesar de que el discurso oficialista señala que la estrategia de seguridad es la base para transformar el país, no hay claridad de cuáles son las políticas públicas con las que el Estado salvadoreño trabajará para reducir las causas estructurales que provocan la violencia e inseguridad como la pobreza, exclusión social, desempleo y falta de acceso a bienes y servicios públicos: ¿qué alternativas se dará a los y las jóvenes que no logran encontrar un trabajo? o ¿qué respuesta se dará a la mitad de salvadoreños y salvadoreñas que vive en condiciones de inseguridad alimentaria y que ahora debe enfrentar un incremento generalizado en el precio de los alimentos? Me temo que los discursos, la propaganda gubernamental y estrategias exclusivamente represivas no son suficientes para construir un país seguro para todas las personas, en especial para nuestros niños y jóvenes. Lamento que, aunque el presidente lo afirme, El Salvador aún no es un país seguro para mis sob