Cuando mi padre murió perdí toda posibilidad de volver a conversar con él. Tantas oportunidades perdidas para conocerlo un poco mejor. No éramos de mucha conversa, y tanto él como yo, evitamos esos diálogos incómodos de apertura, diálogos donde nos desnudamos el alma y confesamos aquellos momentos oscuros de nuestra existencia: secretos de esquina, donde caminamos en el límite de la vergüenza y el pudor. La verdad me hubiese gustado conocer más de su interesante vida. Vacíos que se sienten más cuando se sabe que se pierden y no volverán. Vacíos que se sienten, especialmente, cuando la fecha de tu nacimiento es mucho más lejana que la fecha de tu muerte.

Nacido y crecido en el seno de un patriarcado, liderado por al abogado José Damián Rosales y Rosales. Mi padre idolatraba la imagen de aquel hombre serio y distante, que reflejaba una energía iracunda que infundía temor a aquellos que lo rodeábamos. “Siempre ha existido una veneración para ti, como padre, ciudadano y maestro”, le escribió un 16 de junio de 1953... “padre, no sabes que desdicha siento, el no poder decirte en persona lo que te voy a expresar en esta” (...). Era la carta de un hijo a su padre solicitando el consentimiento para contraer matrimonio. Consentimiento que sabía seria denegado.

En su sentido literal, patriarcado, significa gobierno de los padres. Históricamente, el término ha sido utilizado para designar un tipo de organización social en el que la autoridad la ejerce el varón jefe de familia, dueño del patrimonio, del que formaban parte los hijos, la esposa, los esclavos y los bienes. La familia es, claro está, una de las instituciones básicas de este orden social. Gerda Lerner (1986) lo ha definido en sentido amplio, como “la manifestación e institucionalización del dominio masculino sobre las mujeres y niños/as de la familia y la ampliación de ese dominio sobre las mujeres en la sociedad en general”. Mi abuelo, el patriarca de la familia, adorado y respetado, era el dueño y señor de todos nosotros. Su palabra era ley. Cuando pienso en mi abuelo, aunque consciente del daño histórico social, económico y cultural, que el patriarcado ha tenido y tiene sobre nuestras sociedades y muy en especial sobre las mujeres, siempre, pero siempre, pienso en él con amor, respeto y admiración. Mi abuelo Damián, el jefe supremo de nuestro clan.

Mi padre, Alfonso César, el quinto de seis hijos, y el menor de los varones, creció sin el amor de una madre, y bajo la autoridad de su hermano Óscar, quien la ejercía con peculiar dureza germánica, en busca de las gracias y afirmaciones del patriarca. Creo que esa influencia y duro ambiente, le convirtió en un padre reacio a la violencia física y verbal, con una ternura y sensibilidad hacia sus hijos inusual para aquellos tiempos. Mi padre me enseñó a no tenerle miedo al contacto físico de un abrazo y un beso entre hombres, probablemente por las carencias y limitantes que él experimentó durante su crecimiento. Hoy muchos de nosotros, primos, hermanos e hijos nos abrazamos y besamos abiertamente. Un “te quiero” nunca falta entre mis hijos y yo: hombres y mujeres. Expresar nuestro amor se ha convertido en una parte importante de nuestra relación de familia. Enseñanza y herencia de mi padre.

Recuerdo esas aventuras en los estadios de fútbol. Su pasión por el deporte grande me fue transmitido a muy temprana edad, así como su amor a los colores de la Universidad Nacional. Y, por supuesto, el odio acérrimo a los albos del Alianza. El amor por los libros también fue una infección viral, que se ha convertido en una viremia generalizada y apasionante en mi vida, así como su amor por el mar. El dormir y despertar escuchando su murmullo perenne e interminable se ha convertido en una adicción tan fuerte como la necesidad de respirar su salinidad en el ambiente. El mar es mi padre.

Por ahí me dicen que la gente no busca razones para hacer lo que quiere hacer, busca excusas. Excusas que nos llevan en una máquina de tiempo hacia el pasado. Y sigo extrañando una conversación con mi padre.