Desde 1979, mayo me remueve la memoria y el alma cuando desfilan ante mí aquellas jornadas de lucha convencida, decidida y valiente –a veces hasta imprudente– en las calles de San Salvador. Había que rescatar de las garras del terrorismo estatal a cinco compañeros. Lo recuerdo siempre porque el miércoles 25 de abril, cuando cumplía yo 23 años, esbirros del régimen capturaron a dos de estos en una importante avenida de nuestra ciudad capital: Óscar López y Numas Escobar. El primero fungía entonces como secretario general de la Unión de Pobladores de Tugurios (UPT) y el segundo era secretario de formación política del Bloque Popular Revolucionario (BPR), además de ser parte de la dirigencia de la Federación Católica de Campesinos Salvadoreños (FECCAS).

En la UPT fui “colaborador”, así nos decían, desde 1975. Por eso, con el buen Óscar compartimos una relación fraterna; también con María Elena Salinas, joven adolescente refugiada en la casa de este pues los “orejas” de la comunidad adonde vivía ‒la “22 de abril”‒ la tenían en la mira por su trabajo político. Esa noche, ella iba con ambos dirigentes populares; se corrió y la ametrallaron. Sus dos camaradas nunca aparecieron.

No faltan siempre las preguntas. ¿Valió la pena el sacrificio de estas tres queridas personas, junto al de tanta gente valiosa que entregó su vida para iniciar la transformación real de las estructuras económica, política y social de nuestro país? ¿Por regresar a los militares a los cuarteles? ¿Para alcanzar progresivamente el funcionamiento de la institucionalidad y el respeto de las leyes, tanto las secundarias como la fundamental? En fin, ¿por hacer del nuestro un “país normal”?

Si se duda, habría entonces que debatir también si valió la pena la lucha contra el tirano del siglo pasado derrotado hace exactamente ochenta años, cuando en mayo de 1944 tuvo que renunciar tras una huelga de “brazos caídos”. Durante el mes anterior, Maximiliano Hernández Martínez debió enfrentar una intentona militar gestada para derrocarlo; luego ordenó fusilar, entre el 10 y el 11 de abril, a una decena de oficiales de la Fuerza Armada y un civil.

Mi respuesta a esas interrogantes es afirmativa. Sí, claro que valieron la pena tanto la rebeldía contra aquel déspota –cabeza de una dictadura personalizada– como la derrochada para erradicar la dictadura sistémica y continuada que duró casi medio siglo hasta que fue desmantelada, tras una cruenta guerra y la firma de los acuerdos que la desactivaron.
Traigo a cuenta este asunto porque recientemente pasó algo que me inquietó. Hablando sobre las mencionadas jornadas de mayo de 1979, un joven estudiante universitario ‒que considero intelectual y políticamente correcto‒ se refirió a estas como la muestra de “un falso heroísmo que después solo sirvió para que cuando el FMLN [Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional] llegara al poder, actuaran igual o peor que los que estaban antes”.

Pienso que tal opinión tiene que ver con el desconocimiento de esa parte de nuestra historia y, por tanto, de sus protagonistas. Sin tratarse de un “atarrayazo”, ciertamente hubo disparidades inaceptables entre algunas jefaturas políticas y militares con la base guerrillera; hubo “privilegios” y arbitrariedades arriba –no siempre, pero sí– mientras abundaron los sacrificios y el heroísmo entre la tropa insurgente. Pero después del conflicto armado hubo quienes, también en las alturas, no solo entregaron las armas sino también los ideales para trastocarlos en ejercicios politiqueros, electoreros y hasta financieros.

Pero, ubicando en su correcta dimensión lo anterior, debo decir que este joven tiene razón en lo que afirmó después. “Y por eso –agregó– caímos en manos del actual”. Totalmente de acuerdo. Pasó que la gente se hartó del derechista partido Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) y le apostó al FMLN, dizque de “izquierda”; luego, también se hartó de este y así llegó Bukele a ser presidente de la república. Lo fue democráticamente, a partir del 2019, gracias al funcionamiento aceptable de la institucionalidad electoral como resultado de los avances conseguidos tras la firma de los referidos acuerdos tan ninguneados por este.

Ahora que tiene el control total del aparato estatal, solo le faltan unos días para coronarse como heredero de Hernández Martínez y apoltronarse inconstitucionalmente en la silla dictatorial con lujos y fanfarria, según parece. Ahora, entonces, debemos rescatar esa historia heroica que nos permitió mejorar un poco. Debemos transmitirla a nuestras juventudes ‒que ya comenzaron a sufrir con los desmanes autoritarios del “bukelato”‒ aprendiendo de los errores y también de los aciertos, pero siempre echando para adelante. ¡Hoy más que nunca! Es que quiero heredarle a mis hijas ese “país normal” donde, como escribió Lanssiers, no necesite “el diccionario para aprender el significado de la palabra dignidad”.